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Páginas: 17 (4054 palabras) Publicado: 6 de septiembre de 2011
Cuando cayó en mis manos por vez primera una novela de corte fantástico, no una de aquellas donde brotan por doquier dragones y caballeros, ni siquiera una poblada de criaturas mitológicas enfrascadas en una eterna batalla entre el bien y el mal, sino una que reflejaba con estricta pulcritud las finas hebras de espíritu que mezclan el mundo de la vida y la muerte, no pude menos que permitir quemi corazón fuera asaeteado con flechas de admiración y naciera en lo más profundo de mi alma el ansia por, de alguna ignota forma, replicar con mi propia voz aquella experiencia narrativa. Intenté transmitir a mi padre el mensaje que había hallado escondido entre aquellas líneas de letra menuda y grandes márgenes, entre las grises ilustraciones que reflejaban sensaciones de pesadilla imposibles dedescribir con mayor precisión que el autor, pero su atención derivaba por aquellos años hacia las escenas que protagonizaba con mi madre debido a su adicción al alcohol y las extrañas costumbres de una hija que se resistía a aceptar el mundo tal y como era. Fue por ello que, impelido por un deseo que no había conocido en toda mi vida anterior, decidí iniciar una búsqueda desesperada que mepermitiera compartir con otras personas aquella abrasadora pasión por la literatura.
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Compartía yo en aquel tiempo una amistad con Ricardo Vidal (aquel que luego sería conocido como Vidales; un estudioso de la obra de los huéspedes, y un compañero inolvidable), un joven delgado y de mirada vidriosa aficionado a los tebeos de superhéroes que realizaba sus primeros pinitos comodibujante en varias revistas del barrio. Aunque nuestra amistad siempre se había conducido por otros derroteros, no dudé en confiarle mi íntimo deseo de comenzar una carrera literaria sin precedentes en nuestro país. Acogió la idea con una sonrisa condescendiente, pues era bien sabido que me apasionaba por una empresa y me lanzaba a ella con furor, pero transcurridos los primeros meses y observados losfracasos abandonaba y volvía a sumergirme en la melancolía de una vida rutinaria, jalonada de borracheras y relaciones con el sexo opuesto que siempre terminaban mal. Sin embargo, cuando tuvo la ocasión de leer mis primeros balbuceos como autor, un cuento breve que bebía de la inspiración de nombres míticos como Quiroga o Rulfo, aderezado con detalles estilísticos de un Luengo en sus mejorestiempos, no pudo menos que replantearse sus convicciones y acompañarme en el que sería, con el paso de los años, el viaje más fascinante que nunca había iniciado.
Vivíamos en la década de los cuarenta, una época en la que la red de redes había perdido la libertad de antaño y a duras penas subsistía monitorizada por organizaciones acrónimas, como la SPA o la TCSA; una época donde todos llevábamosimplantado un chip tras la oreja —con suerte un Siemens o un Nokia— que nos facilitaba las comunicaciones y nos mantenía bajo estricta vigilancia; una época, en fin, donde las libertades terminaban en tu propio hogar, y la globalización nos condenaba a un inesperado ostracismo. Por ello resultó harto difícil en los primeros meses alcanzar la popularidad que mis escritos debían otorgarme. No se debió,como muchos periódicos y teleópticos dijeron, a su falta de mordiente, de gancho; incluso de calidad literaria. No, no pudo deberse a ello, pues si no, ¿cómo terminé siendo uno de los autores más leídos del planeta? ¿Se lo debo todo al señor Campbell? No, me niego a creer algo así, y aunque sé que hay facciones que afirman que el huésped es prescindible, y debe bastar con mantener sus funcionesvitales para que el proceso de creación continúe, yo afirmo con rotundidad que de simbiosis hablamos, y no de una musa parasitaria.
En cualquier caso, mis primeros relatos no gozaron del favor del público erudito —triste sorpresa, ya que mis osados circunloquios, mis nunca bien ponderados epítetos, mi reinvención de los tópicos más comunes y mis atrevidas aliteraciones debieran haberlos conmovido—,...
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