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La fama de la hermosura de Julia estaba esparcida
por toda la comarca que ceñía a la vieja ciudad de Re-
nada ; era Julia algo así como su belleza oficial, o como
uu monumento más, pero viviente y fresco, entre los te-
soros arquitectónicos de la capital. "Voy a Renada, —
decían algunos, — a ver la catedral y a ver a Julia Yá-
ñez". Habíaen los ojos de la hermosa como un agüero
de tragedia. Su porte inquietaba a cuantos la miraban.
Los viejos se entristecían al verla pasar, arrastrando tras
de sí las miradas de todos, y los mozos se dormían aquella
noche má.s tarde. Y ella, consciente de su poder, sentía
sobre sí la pesadumbre de un porvenir fatal. Una voz
muy recóndita, escapada de lo más profundo de su con-ciencia, parecía decirle: "¡Tu hermosura te perderá!".
Y se distraía para no oiría.
El padre de la hermosura regional, don Victorino Yá-
ñez, sujeto de muy brumosos antecedentes morales, te-
nía puestas en la hija todas sus últimas y definitivas es-
peranzas de redención económica. Era agente de nego-
cios, y éstos; le iban de mal en peor. :Su último y supremo
negocio, la última cartaque le quedaba por jugar era
la hija. Tenía también un hijo, pero era cosa perdida, y
bacía tiempo que ignoraba su paradero.
— Ya no no.s queda más que Julia, — solía decirle a su
mujer : — Todo depende de cómo se nos case o de cómo
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MIGUEL DE U N A M ü N O
la casemos. Si hace una tontería, y me temo que la haga,
estamos perdidos.
— ¿Y a qué llamas hacer unatontería?
— Ya saliste tú con otra. Cuando digo que apenas
si tienes sentido común, Anacleta . . .
— ¡Y qué le voy a hacer, Victorino! Ilústrame tú, que
eres aquí el iiuico de algún talento.
— 'Pues lo que aquí hace falta, ya te lo he dicho cien
veces, es que vigiles a Julia y le impidas que ande eo)i
esos noviazgos estúpidos, en ([ue pierden el tiempo, las
proporciones y hastala salud las rcnatenses todas. No
quiero nada de reja; nada de pelar la pava; nada de no-
vios estudiantinos.
— ¿Y qué le voy a hacer?
— ^¿Qué le vaí5 a hacer? Hacerla comproider que el
porvenir y el bienestar de todos nosotros, de tí y mío,
y la honra, acaso, ¿lo entiendes?
— 'Sí. lo entiendo.
— ¡No, no lo entiendes! La honra, ¿lo oyes?, la honra
de la familia depende desu casamiento. Es menester
que se haga valer.
— ¡¡Pobrecilla !
— ¿Pobrccilla? TjO (|ne hace falta es (juc no (Mii])itM'e a
echarse novios absurdos, y que no lea esas novelas dis-
paratadas que lee, y (}ue no hacen sino levantarle los
• cascos y llenarle la cabeza de humo.
— '¿Pero qué quieres que haga?. . .
— Pensar con juicio, y darse cuenta de lo (|ue tiene
con suhermosura, y saber aprovecharla.
— Pues yo, a su edad. . .
— ¡Vamos, Anacleta, no digas más necedades! No
abres la boca más que para decir majaderías. Tú, a su
edad... Tú, a su edad... Mira que le conocí enton-
ces ...
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:v A D A ME y O S QUE TODO UN HOMBRE
— ^.Sí, por desgracia . . .
Y separábanse loa padres de la hermosura para reco-
menzar al .siguiente díauna conversación parecida.
Y la pobre Julia sufría, comprendiendo toda la hórri-
da hondura de los cálculos de su padre. "Me quiere .ven-
der, — se decía, — para salvar sus negocios compro-
metidos; para salvarse acaso del presidio". Y así era.
Y poi- instinto de rebelión, aceptó Julia al primer
novio.
— Mira, por Dios, hija mía. — le dijo su madre, —
que ya sé lo que hay, y lehe visto rondando la casa, y
hacerte señas, y sé que recibiste una carta suya, y que
le contestaste . . .
— ¿.Y qué voy a hacer mamá? ¿Vivir como una escla-
va, prisionera, hasta que venga el sultán a quien papá
rae venda ?
— Xo digas esas cosas, hija mía . . .
— ¿No he de poder tener un novio, como le tienen las
demás ?
— Sí, pero un novio formal.
— ¿Y cómo se va a...
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