las cosas que no nos dijimos

Páginas: 632 (157825 palabras) Publicado: 18 de diciembre de 2013
Fiction Book Description

Marc Levy
Las cosas que no nos dijimos
    
    A Pa­uli­ne y a Lo­u­is
    
    Hay só­lo dos ma­ne­ras de ver la vi­da: una co­mo si na­da fu­era un mi­lag­ro y la ot­ra co­mo si to­do fu­era mi­lag­ro­so.
    Albert Eins­te­in.
    
1
    
    - Bueno, ¿qué te pa­re­ce?
    - Vuélvete y de­ja que te mi­re.
    - Stanley, lle­vas me­dia ho­raexa­mi­nán­do­me de pi­es a ca­be­za, ya no agu­an­to ni un mi­nu­to más su­bi­da a es­te est­ra­do.
    - Yo lo acor­ta­ría un po­co: ¡se­ría un sac­ri­le­gio es­con­der unas pi­er­nas co­mo las tu­yas! -¡Stan­ley!
    - Cariño, ¿qu­i­eres mi opi­ni­ón, sí o no? Vu­él­ve­te ot­ra vez pa­ra que te vea de fren­te. Lo que yo pen­sa­ba, no veo di­fe­ren­cia ent­re el es­co­te de de­lan­te y el de la es­pal­da;así, si te manc­has, no ti­enes más que dar­le la vu­el­ta al ves­ti­do… ¡De­lan­te y det­rás, lo mis­mo da!
    - ¡Stanley!
    - Esta idea tu­ya de comp­rar un ves­ti­do de no­via de re­ba­j­as me hor­ri­pi­la. Ya pu­es­tos, ¿por qué no lo comp­ras por In­ter­net? Qu­erí­as mi opi­ni­ón, ¿no?, pu­es ya la ti­enes.
    - Tendrás que per­do­nar­me que no pu­eda per­mi­tir­me na­da me­j­or conmi su­el­do de in­fog­ra­fis­ta.
    - ¡Dibujante, prin­ce­sa! Se­ñor, có­mo me hor­ro­ri­za el vo­ca­bu­la­rio del sig­lo XXI.
    - ¡Trabajo con un or­de­na­dor, Stan­ley, no con lá­pi­ces de co­lo­res!
    - Mi me­j­or ami­ga di­bu­ja y ani­ma ma­ra­vil­lo­sos per­so­na­j­es, de mo­do que, con or­de­na­dor o sin él, es di­bu­j­an­te y no in­fog­ra­fis­ta; ¡pa­re­ce men­ti­ra, to­do ti­enesque dis­cu­tir­lo!
    - ¿Lo acor­ta­mos o lo de­j­amos tal cu­al?
    - ¡Cinco cen­tí­met­ros! Y ese homb­ro hay que re­ha­cer­lo, y el ves­ti­do hay que me­ter­lo tam­bi­én de cin­tu­ra.
    - Vale, que sí, que lo he en­ten­di­do: odi­as es­te ves­ti­do.
    - ¡Yo no he dic­ho eso!
    - Pero es lo que pi­en­sas.
    - Déjame par­ti­ci­par en los gas­tos, y vá­mo­nos cor­ri­en­do al tal­lerde An­na Ma­i­er; ¡te lo sup­li­co, es­cúc­ha­me por una vez!
    - ¿Diez mil dó­la­res por un ves­ti­do? ¡Estás lo­co! Tú tam­po­co te lo pu­edes per­mi­tir, y ade­más no es más que una bo­da, Stan­ley.
    - ¡Tu bo­da!
    - Ya lo sé -sus­pi­ró Julia.
    - Con to­da su for­tu­na, tu pad­re pod­ría ha­ber…
    - La úl­ti­ma vez que vi a mi pad­re yo es­ta­ba en un se­má­fo­ro, y él, en uncoc­he ba­j­an­do la Qu­in­ta Ave­ni­da… Ha­ce se­is me­ses de eso. ¡Fin de la dis­cu­si­ón!
    Julia se en­co­gió de homb­ros y ba­jó del est­ra­do en el que es­ta­ba su­bi­da. Stan­ley la to­mó de la ma­no y la ab­ra­zó.
    - Cariño, to­dos los ves­ti­dos del mun­do te qu­eda­rí­an di­vi­nos, yo só­lo qu­i­ero que el tu­yo sea per­fec­to. ¿Por qué no le pi­des a tu fu­tu­ro ma­ri­do que telo re­ga­le él?
    - Porque los pad­res de Adam ya van a pa­gar la ce­re­mo­nia, y yo pre­fe­ri­ría que no se co­men­ta­ra en su fa­mi­lia que se va a ca­sar con po­co me­nos que una por­di­ose­ra.
    Con pa­so li­ge­ro, Stan­ley cru­zó la ti­en­da y se di­ri­gió a unas perc­has jun­to al es­ca­pa­ra­te. Aco­da­dos en el most­ra­dor de ca­ja, los ven­de­do­res, enf­ras­ca­dos en sucon­ver­sa­ci­ón, no le hi­ci­eron el me­nor ca­so. Co­gió un ves­ti­do ce­ñi­do de sa­tén blan­co y dio me­dia vu­el­ta.
    - Pruébate és­te, ¡y no qu­i­ero oír una so­la pa­lab­ra más!
    - ¡Es una tal­la 36, Stan­ley, ¿có­mo qu­i­eres que me qu­epa?!
    - ¿Qué aca­bo de de­cir­te?
    Julia hi­zo un ges­to de exas­pe­ra­ci­ón y se di­ri­gió al pro­ba­dor que Stan­ley le se­ña­la­ba con el de­do.    - ¡Es una 36, Stan­ley! -pro­tes­tó mi­ent­ras ya se ale­j­aba.
    Unos mi­nu­tos más tar­de, la cor­ti­na se ab­rió tan brus­ca­men­te co­mo se ha­bía cer­ra­do.
    - Vaya, es­to ya em­pi­eza a pa­re­cer­se al ves­ti­do de no­via de Julia -excla­mó Stan­ley-. Vu­el­ve a su­bir­te en se­gu­ida al est­ra­do.
    - ¿Tienes una po­lea pa­ra izar­me has­ta ahí ar­ri­ba? Por­que co­mo...
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