Osvaldo Soriano Mec Nicos
Mecánicos
Osvaldo Soriano
Mi padre era muy malo al volante. No le gustaba que se lo dijera y no sé si ahora, en la serenidad del
sepulcro, sabrá aceptarlo. En la ruta ponía las ruedas tan cerca de los bordes del pavimento que un día.
indefectiblemente, tenía que volcar. Sucedió una tarde de 1963 cuando iba de Buenos Aires a Tandil en un Renault Gordini que fue el único coche que pudo tener en su vida. Lo había comprado a crédito
y lo cuidaba tanto que estaba siempre reluciente y del motor salían arrullos de palomas. Me lo prestaba
para que fuera al bosque con mi novia y creo que nunca se lo agradecí. A esa edad creemos que el
mundo solo tiene obligaciones con nosotros. Y yo presumía de manejar bien, de entender de motores,
cajas, distribuidores y diferenciales porque había pasado por el Industrial de Neuquén.
Antes de que me fuera al servicio militar me preguntó que haría al regresar. Ni él ni yo servíamos para
tener un buen empleo y le preocupaba que la plata que yo traía viniera del fútbol, que consideraba
vulgar. A mi padre le gustaba la ópera aunque creo que nunca conoció el Teatro Colón. Venía de una
lejana juventud antifascista que en 1930 le había tirado piedras a los esbirros del dictador Uriburu, y
conservaba un costado romántico. Cuando le dije que quería seguir jugando al fútbol, lo tomó como un
mal chiste. Me aconsejó que en la conscripción hiciera valer mi diploma de experto en motores para
pasarla mejor. Siempre se equivocaba: fue como centrodelantero que evité las humillaciones en el
regimiento. Cualquiera arregla un motor pero poca gente sabe acercarse al arco. La ambición de mi
padre era que yo conociera bien los motores viejos para después inventar otros nuevos. Igual que
Roberto Arlt, siempre andaba dibujando planos y haciendo cálculos. Una tarde en que me prestó el
Gordini para ir al bosque me anunció que al día siguiente, aprovechando sus vacaciones, lo íbamos a
desarmar por completo para poder armarlo de nuevo.
Yo no le hice caso pero el se tomó el asunto en serio. En el fondo de la casa tenía un taller lleno de extrañas herramientas que iba comprando a medida que lo visitaban los viajantes de Buenos Aires.
Como no podía pagarlas, los tipos entraban de prepo al taller, se llevaban las que tenía a medio pagar y
de paso le dejaban otras nuevas para tenerlo siempre endeudado. Había algunas muy estrambóticas, llenas de engranajes, sinfines, manómetros y relojes, que nadie sabía para que servían.
A la madrugada dejé el coche en el garaje y me tiré en la cama dispuesto a dormir todo el día. Pero a
las seis mi viejo ya estaba de pie y vino a golpear a la puerta de mi pieza. Mi madre no me permitía
fumar y el entrenador tampoco, así que cuando me ofrecía el paquete yo sonreía y lo seguía por el
pasillo poniéndome los pantalones. Caminaba delante de mí, medio maltrecho, y lo sorprendía que yo
pudiera saltar un metro para peinar la pelota que bajaba del techo y meterla por la claraboya del taller.
Sos un cabeza hueca me decía.
Se reía con Buster Keaton y leía La Prensa, que le prestaba un vecino. Tal vez había envejecido antes
de tiempo o quizá se enamoró de una mujer intocable en uno de esos pueblos perdidos por donde nos
había arrastrado. Nunca lo sabré. Mi madre ha perdido la memoria y apenas si recuerda el día en que
lo conoció, ya de grande, en las barrancas de Mar del Plata.
Me miró y dijo: "Vamos a desarmar el coche. Después, cuando lo volvamos a armar, no nos tiene que
sobrar ni una arandela, así aprendés". ...
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