Social

El fin de la melancolía

El despertador, la única y desagradable forma que había conocido de volver a su monótona vida después de un sueño poco reparador. Desde que su mujer muriera diez años atráspor un cáncer que le había torturado en sus últimos años, él estaba completamente solo. Un reuma incipiente había decidido instalarse en su cuerpo y un dolor agudo en mitad de su cansada espalda leproporcionaba un especial dolor punzante y casi agónico al intentar incorporarse. Las zapatillas gélidas al pie de la cama, listas para acompañarle hasta el cuarto de baño.
Ante el espejo, de nuevole invadió la soledad. El paso del tiempo, una vez más, era evidente. Su rostro denotaba un profundo cansancio. Entre las sombras de sus facciones podía distinguir la infinidad de arrugas que parecíanhaberse multiplicado desde la muerte de su esposa. El entrecejo fruncido continuamente, fruto de su perpetua actitud defraudada con la vida, ya no se podía relajar. Sus labios finos tenían un colortenue, sin vida, con las comisuras ligeramente inclinadas hacia abajo, empujadas por dos arrugas profundas que conducían hasta su prominente papada. La nariz respingona y ancha, heredada generación trasgeneración había pasado a la historia con él, su último representante. Sus ojos estaban escondidos entre dos finas ranuras bajo sus espesas cejas. Hundidos en su rostro tan sólo delatabanpesadumbre y, quizás en el fondo, se podía intuir una diminuta luz de esperanza en el recuerdo de los días felices enterrados junto a su mujer.
Antes de desayunar, como siempre, recogía el periódico en undesesperado intento de conocer el mundo que le rodeaba, al cual, sin embargo, sentía que hacía tiempo que no pertenecía. Al apoyarse en el buzón y respirar el aire fresco de la mañana, preguntándosesi alguna vez algo rompería su monótona vida o si su único destino era reencontrarse con su mujer, algo llamó su atención. Un pequeño grupo de cinco o seis niños estaba reunido formando un círculo...