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Páginas: 34 (8275 palabras) Publicado: 31 de enero de 2016





Adrian Conan Doyle y John Dickson Carr


El caso de los siete relojes




































Encuentro anotado en mi libro de apuntes que fue en la tarde del miércoles 16 de noviembre de 1887, cuando la atención de mi amigo Mr. Sherlock Holmes fue atraída por el singular hombre que odiaba a los relojes.
He escrito en alguna parte que solamente oí un vago relato del asunto puesocurrió poco después de mi boda. En realidad, en mi aseveración había ido tan lejos como para precisar que mi primera visita, después de mi boda, a Holmes, fue en marzo del año siguiente. Pero el caso en cuestión era tan extremadamente delicado, que confío que mis lectores sabrán excusar que fuera suprimido por una pluma que se guió siempre por la discreción antes que por el sensacionalismo.Pocas semanas después de mi boda, mi esposa tuvo que abandonar Londres para un asunto que concernía a Taddeus Soltó y afectaba vitalmente a nuestro futuro destino. Resultándome insoportable nuestro hogar sin su presencia volví por ocho días a las antiguas habitaciones de la Calle Baker. Sherlock Holmes me recibió cordialmente, sin formular comentarios o preguntas. No obstante debo confesar que alsiguiente día, que era el 16 de noviembre, comenzó bajo malos auspicios.
Hacía un tiempo desagradable, y helado por demás. Durante toda la mañana, la pardiamarillenta niebla se apelotonó contra las ventanas. Ardían las lámparas y los reverberos de gas, así como un buen fuego en la chimenea, y su resplandor se expandía sobre la mesa de la que, pasado ya el mediodía, aún no había sido retirado elservicio del desayuno.
Sherlock Holmes se hallaba pensativo y distraído. Retrepado en su sillón, arropado en un batín de color de piel de topo y con una pipa de madera de cerezo en la boca, hojeaba los periódicos de la mañana haciendo de cuanto en cuanto un comentario irónico.

—¿Encuentra usted pocos asuntos de interés? —le pregunté.

—Mi querido Watson —respondió—, comienzo a temer que la vida se haconvertido en una rasa y monótona llanura, desde el caso del famoso Blessington.

—Sin embargo —repliqué—, éste ha sido un año de casos memorables. Se halla usted sobrestimulado, mi querido compañero.

—¡Palabra, Watson, que no es usted precisamente el hombre más indicado para predicar sobre el tema! Anoche, después que me aventurara a ofrecerle una botella de Beaune en la cena, sostuvo usted tandenotadamente la tesis sobre las alegrías que proporciona el himeneo, que temí no debiera usted haberlo contraído.

—¡Querido compañero! ¿Quiere usted decir que me hallaba sobrestimulado por el vino?
Mi amigo me miró de manera singular.

—No por el vino quizá —dijo—. Sin embargo... –e indicó los diarios—. ¿Ha echado usted una ojeada sobre la jeringonza con que la prensa nos regala?

—Temo que no.Este artículo del British Medical Journal...

—¡Bien, bien!, —dijo—. Aquí hallamos columna tras columna dedicada a la próxima temporada de carreras. Por alguna razón parece asombrar perpetuamente al público inglés el que un caballo pueda correr mas velozmente que otro. De nuevo, y por undécima vez, tenemos a los nihilistas fraguando alguna negra conspiración contra el Gran Duque Alexei, en Odesa.Un artículo de fondo está consagrado por entero a la indudablemente aguda cuestión: “¿Deben casarse los dependientes del comercio?”

Me abstuve de interrumpirlo, para no aguijonear su mordacidad.

—¿Dónde está el crimen Watson? ¿Dónde esta la fantasía, dónde ese toque de lo outré* sin el cual un problema en sí es como arena y hierba seca? ¿Acaso los hemos perdido para siempre?

—¡Escuche! —dijede pronto—. ¿No ha sonado la campanilla?

—Y se trata de alguien que por cierto lleva prisa a juzgar por el clamor.

Al unísono nos dirigimos a la ventana y miramos a la Calle Baker. La niebla habíase levantado en parte. Junto a la cera de nuestra puerta, se hallaba parado un elegante carruaje. En aquel preciso instante, un cochero de sombrero de copa y librea, estaba cerrando la portezuela, en...
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