74015532 Levy Marc Siete Dias Para Una Eternidad

Páginas: 240 (59845 palabras) Publicado: 20 de octubre de 2015




SIETE DÍAS PARA UNA ETERNIDAD

Marc Levy



El azar es la forma que adopta Dios para pasar inadvertido.
Jean Cocteau





A Manine y a Louis






Al principio, Dios creó el cielo y la tierra.
Y atardeció y amaneció.






Agradecimientos


A Nathalie André, M. R. Bass, Éric Brame, Frédérique, Kamel Berkane, Antoine Caro, Philippe Dajoux, Valérie Dijian, Marie Drucker, M. P. Fehner,Guillaume Gallienne, M. C. Garot, Philippe Guez, Sophie Fontanelle, Katrin Hodapp, M. P. Leneveu, Raymond y Danièle Levy, Lorraine Levy, Daniel Manca, M. Natalini, Pauline Normand, el instructor IFR Patrick Partouche, J. M. Perbost, Regen Tell, Manon Sbaïz, Zofia y el sindicato de cargadores de la CGT del puerto de Marsella, Marie Le Fort, Alix de Saint-André, por su maravilloso libro La verdad sobrelos ánge­les, Nicole Lattès, Leonello Brandolini y Susanna Lea y Antoine Audouard.








Primer día


Lucas, tendido en la cama, miró el pequeño piloto del bus­ca, que parpadeaba frenéticamente. Cerró el libro y lo dejó a un lado. Era la tercera vez en cuarenta y ocho horas que leía aquella historia, y no recordaba ninguna lectura que le hubiera hecho disfrutar tanto.


Acarició la tapa con layema de los dedos. Ese tal Hilton es­taba a punto de convertirse en su autor favorito; se alegra­ba de que un cliente se lo hubiera dejado en el cajón de la mesilla de noche de aquella habitación de hotel. Tomó de nuevo el volumen y lo lanzó con gesto decidido hacia la maleta abierta que estaba al otro lado del cuarto. Miró el re­loj, se desperezó y se levantó de la cama. «Vamos, arriba y enmarcha», se dijo, de buen humor. Frente al espejo del ar­mario, se hizo el nudo de la corbata, se puso la chaqueta del traje negro, recogió las gafas de sol de la mesita que estaba junto al televisor y se las guardó en el bolsillo superior. El busca que llevaba sujeto a una trabilla del pantalón conti­nuaba vibrando. Empujó con un pie la puerta del armario y se acercó a la ventana. Apartó el visillogrisáceo e inmóvil para observar el patio interior; ni un soplo de brisa se lleva­ría la contaminación que invadía la parte baja de Manhattan y se extendía hasta los límites de TriBeCa1. Sería un día ca­luroso. A Lucas le encantaba el sol, y nadie mejor que él para saber lo nocivo que era. ¿Acaso no permitía proliferar toda clase de gérmenes y de bacterias en las tierras que pa­decen sequía?¿Acaso no era peor que la Guadaña para se parar a los débiles de los fuertes? «Y la luz se hizo», musi­tó mientras descolgaba el auricular. Pidió a recepción que le prepararan la cuenta; debía interrumpir su viaje a Nueva York. Después salió de la habitación.
Al final del pasillo, desconectó la alarma de la puerta que daba a la escalera de incendios.
Al llegar al patio, sacó el libro antes dedeshacerse de la maleta tirándola a un gran contenedor de basura y se aden­tró a paso ligero en el callejón.
Mientras caminaba por aquella calle mal pavimentada del SoHo, Lucas observaba con deleite un balconcillo de hie­rro forjado que sólo resistía la tentación de desplomarse gracias a dos roblones oxidados. La inquilina del tercer piso, una joven modelo de pechos excesivamente bien for­mados, vientreinsolente y labios carnosos, se había tendi­do en la tumbona sin sospechar el peligro, lo que era una si­tuación perfecta. Al cabo de unos minutos (si la vista no lo engañaba, y no lo engañaba nunca), los roblones cederían y la belleza se encontraría tres pisos más abajo con el cuerpo destrozado. La sangre que fluiría desde su oreja por los in­tersticios de los adoquines subrayaría el terrorpintado en su semblante. Su bonito rostro conservaría esa expresión hasta que se descompusiera dentro de una caja de pino, donde la familia de la señorita la habría metido antes de se­pultarla bajo una lápida de mármol y unos cuantos litros de lágrimas inútiles. Una insignificancia a la que dedicarían como máximo cuatro líneas mal redactadas en el periódico del barrio y que le costaría un juicio al...
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