Aborto
La espinosa cuestión del aborto voluntario, que en los últimos años ha adquirido una
amplitud desconocida, hasta convertirse en una de las cues
tiones más apremiantes en las
sociedades occidentales, se puede plantear de maneras muy diversas. Entre los que
consideran la inconveniencia o ili
citud del aborto, el planteamiento más frecuente es el religioso. Por su
puesto, es una perspectiva justificada y aceptable, pero restringida. Se
suele responder que, para los cristianos (a veces, de manera más estrecha, para los
católicos), el aborto puede ser ilícito, pero que no se puede imponer a una sociedad
entera una moral «particular». Es decir, los argumentos fun
dados en la fe religiosa no son
válidos para los no creyentes. Rara vez se mira si los argumentos así propuestos, aun procediendo de una manera
cristiana de ver la realidad, no tienen fuerza de convicción in
cluso prescindiendo de ese
origen; el hecho es que todo el que no participa de esa creencia se desentiende de ellos y
considera que no le pueden decir nada. Y los hechos deben tenerse en cuenta. Hay otro planteamiento que pretende tener validez universal, y es el científico. Las
razones biológicas, concretamente genéticas, se consideran demostrables, enteramente
fidedignas, concluyentes para cualquiera. Por su
puesto esas razones tienen muy alto
valor, y se deben tomar en cuenta, pero sus pruebas no son accesibles a la inmensa
mayoría de los hombres y mujeres, que las admiten por fe (se entiende, por fe en la ciencia, por la vigencia que ésta tiene en el mundo actual).
Hay otro factor que me parece más grave respecto al planteamiento científico de la
cuestión: depende del estado actual de la ciencia biológica, de los resultados de la más
reciente y avanzada investigación. Quiero decir que lo que hoy se sabe, no se sabía
antes. Los argumentos de los biólogos y genetistas, válidos para el que conoce estas
disciplinas y para los que participan de la confianza en ellas, no lo hubieran sido para los
hombres y mujeres de otros tiempos, incluso bastante cercanos.
Creo que hace falta un planteamiento elemental, ligado a la mera con
dición humana, accesible a cualquiera, independiente de conocimientos cien
tíficos o
teológicos, que pocos poseen. Es menester plantear una cuestión tan importante, de consecuencias prácticas decisivas, que afecta a millones de personas y a la posibilidad
de vida de millones de niños que nacerán o dejarán de nacer, de una manera evidente,
inmediata, fundada en lo que todos viven y entienden sin interposición de teorías (que en
ocasiones im
piden la visión directa y provocan la desorientación).
Esta visión no puede ser otra que la antropológica, fundada en la mera realidad del hombre tal como se ve, se vive, se comprende a sí mismo. Hay, pues, que intentar
retrotraerse a lo más elemental, que por serlo no tiene supuestos de ninguna ciencia o
doctrina, que apela únicamente a la evidencia y no pide más que una cosa: abrir los ojos
y no volverse de es
paldas a la realidad.
Se trata de la distinción decisiva entre cosa y persona. Sin embargo, dicho así puede parecer cosa de doctrina. Por verdadera y justificable que sea, evitémosla. Limitémonos a
algo que forma parte de nuestra vida más elemental y espontánea: el uso de la lengua.
Todo el mundo, en todas las lenguas que conozco, distingue, sin la me
nor posibilidad de
confusión, entre qué y quién, algo y alguien, nada y nadie. Si entro en una habitación
donde no está ninguna persona, diré: «no hay nadie», pero no se me ocurrirá decir: «no
hay nada», porque puede estar llena de muebles, libros, lámparas, cuadros. Si se oye un
gran ruido extraño, me alarmaré y preguntaré: «¿qué pasa?» o «¿qué es eso?». Pero si
oigo el golpe de unos nudillos que llaman a la puerta, nunca pre
guntaré: «¿qué es?», sino
«¿quién es?». A pesar de ello, la ciencia y aun la filosofía llevan dos milenios y medio ...
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