Agnes y el Ángel, Cuento de Maritza López Lasso
El manto rojizo de los árboles nos indica que es otoño. Dentro de algunos días esta vestidura caerá y se unirá a la alfombra de hojas multicolores sobre la que mis hijos y yo, tomados de las manos, caminamos.
A pesar de lo temprano de la mañana, el día está tan brillante que parece como si fuera mediodía. Al doblar la esquina del colegio al que asisten mis hijos, diviso a lachica sentada en el único banco. Cabello color zanahoria y rostro muy blanco con aureolas rojizas alrededor de sus verdes ojos, ella tiene una manera de cruzar los brazos sobre su pecho que me lleva a pensar en un animalillo necesitado de protección.
Nos saludamos con un movimiento de la cabeza. Como cada vez que la veo, creo advertir una llamada de auxilio escapándose de sus ojos. Quisiera acercarmea ella, protegerla de ese bloque de hielo que parece habitarla, brindarle esa ayuda que parece reclamar, pero sonrío, y continuo sin detenerme.
A las once y media de la mañana, cuando voy en busca de mis pequeños, me la encuentro de nuevo. Está rodeada de sus amigos y parece más animada, aunque tal vez sea una máscara, una alegría fingida para esconder su profunda desazón.
Una nube de humo losenvuelve. Por el penetrante olor sé que es mariguana. Me invade la sospecha de que la chica experimenta diversas drogas.
Cada vez que la veo percibo una actitud diferente. A veces me parece que llevara sobre sus hombros el peso de mil penas. Otras, como ahora, que bailara en una extraña nube de felicidad.
En medio del humo y la euforia irreal que la envuelve, me saluda. Le regalo una sonrisa, queextiendo al resto del grupo.
Los árboles han perdido completamente su abrigo. El velo que los cubre es ahora blanco, como la cola de una novia acercándose al altar. Mis hijos hunden sus botas en la nieve recién caída, mientras que yo me fijo en la persona que, a lo lejos, se perfila. Está sentada en el banco y no tengo que acercarme para comprender que se trata de la misma chica que he encontradotemporada tras temporada. Debido a las vacaciones de fin de año no la he visto durante las últimas semanas. A medida que me acerco me viene a la mente que la primera vez que reparé en ella era el final del verano. Lo recuerdo porque a pesar del asfixiante calor estaba vestida con un suéter de lana.
Conforme la distancia que nos separa disminuye, mi corazón se encoge. Hay algo en su aspecto, derepente tan delgado, que me lleva a pensar en un faquir. Algo en su manera de acurrucarse y de balancear su cuerpo –hacia adelante hacia atrás– que asocio con un penitente flagelándose. Sus cabellos ralos me recuerdan a un trapeador demasiado usado. Temo acercarme, descubrir lo que, en el fondo, presiento. Ruego en silencio que no levante la cabeza. Quiero que se quede eternamente balanceándose comoun péndulo sin fricción.
Estoy a unos pasos del banco cuando lo que temo acaece. Ella levanta la cabeza. Lo que veo antes de fijarme en sus tristes ojos son las deshilachadas mechas de su pelo y las aureolas, ya no rojizas sino negras, que rodean sus ojos. En su mirada no advierto ya la llamada de auxilio sino el vacío de un total abandono, como alguien que a fuerza de pedir y de no recibir bajalos brazos, se rinde y espera lo ineluctable.
Disminuyo mi paso hasta casi detenerme. Quiero preguntarle qué le pasa, brindarle mi ayuda, pero esbozo una mueca a manera de saludo; y continúo mi marcha.
“Seguro que a mi vuelta habrá cambiado de aspecto. Sus amigos la acompañarán y, en medio de volutas de humo, mejorará su ánimo”, me digo. Una banal disculpa para disimular mi falta de humanitarismo.Cuando regreso está sola. Al verme se pone en pie penosamente.
–¿Tienes un cigarrillo? –articula con dificultad.
–Lo siento, no fumo –esbozo una sonrisa triste.
No quiero que sienta que me compadezco de ella, pero no puedo evitar que mi cabeza se incline y que mi mirada le comunique la pena que me asfixia. Como si mi gesto hubiera abierto la compuerta de un dique de dolores contenidos, los ojos...
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