allende
La cama de Paulina del Valle fue encargada aFlorencia, un año después de la coronación de Víctor Emanuel, cuando en el nuevo Reino de Italia aún vibraba el eco de las balas de Garibaldi; cruzó el mar desarmada en un transatlántico genovés,desembarcó en Nueva York en medio de una huelga sangrienta y fue trasladada a uno de los vapores de la compañía naviera de mis abuelos paternos, los Rodríguez de Santa Cruz, chilenos residentes en losEstados Unidos. Al capitán John Sommers le tocó reci-bir los cajones marcados en italiano con una sola palabra: náyades. Ese robusto marino inglés, del cual sólo queda un desteñido retrato y un baúl decuero muy gastado por infinitas travesías marítimas y lleno de que sea.
–Su marido no era vil –la rebatí.
–No, pero hacía tonterías. En todo caso, no me arrepiento de la famosa cama, he dormido enella durante cuarenta años.
–¿Qué hizo su marido al verse descubierto?
–Dijo que mientras el país se desangraba en la Guerra Civil, yo com-praba muebles de Calígula. Y negó todo, por supuesto. Nadiecon dos dedos de frente admite una infidelidad, aunque lo pillen entre las sába-nas.
–¿Lo dice por experiencia propia?
–¡Ojalá fuera así, Aurora! –replicó Paulina del Valle sin vacilar.
En laprimera fotografía que le tomé, cuando yo tenía trece años, Pauli-na aparece en su cama mitológica, apoyada en almohadas de satén bordado, con una camisa de encaje y medio kilo de joyas encima. Así la vi...
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