Bill Evans

Bill Evans, ese éxtasis vibrante
Pablo Espinosa

Luz de invierno penetra la ventana para incendiar un contorno, una silueta transparente que envuelve y lanza al espacio, tan
sinuosa la envoltura invisible como las vibraciones que emite este artefacto en reposo: el contrabajo de Scott LaFaro.
Durante horas, el joven músico ha extraído sonidos asombrosos desde las entrañas de esta mujer demadera. Yacente,
como una maja desnuda reclinada en un
óleo de Goya, el contrabajo todavía tiembla en toda su epidermis. Sigue sonando
aunque LaFaro ya no ilumine sus cuerdas
con las yemas de sus dedos. Hace cinco, diez
minutos que el contrabajista ha abandonado este cuarto de hotel en Vancouver y sin
embargo sigue sonando su instrumento.
El sonido del contrabajo acostado sobre
el piso durauna eternidad, quizá cinco, diez
minutos. O varias vidas enteras y sus reencarnaciones.
En cuanto vuelve a abrir los ojos, Bill
Evans sabe que no estaba soñando que el
contrabajo seguía sonando.
Está sentado frente al piano, en el sótano de un viejo edificio que ostenta el número 178 de la Séptima Avenida Sur, en el
Greenwich Village.
Durante horas ha repasado, con sus dedos, sus neuronas yuna vieja partitura, El
clave bien temperado de Bach, en busca de
una personalidad más propia todavía en la
consecución de su sonido.
Su costumbre de tocar el piano con la
cabeza inclinada sobre las teclas ha derivado en una suerte de maestría de yogui: la
curvatura de su espalda ya es tal y tan flexible que casi alcanza con su frente el marfil de las teclas. Su vista, concentrada en algúnconfín del cosmos, no toca las teclas ni
se distorsiona en momento alguno, porque
sus ojos están cerrados, su corazón abierto.

Bill Evans

No sabe si se quedó dormido y siguió
tocando el piano así, o si dejó de tocar y el
piano siguió su sonido de la misma manera en que un tren frena pero no se detiene
en el instante por el tonelaje de su inercia.
Lo único que sabe por lo pronto es queen su mente se reprodujo la escena aquella en
que entró a la habitación de un hotel en
Vancouver y encontró tirado en el piso el
contrabajo de Scott LaFaro que seguía sonando, unos cinco, diez minutos, no lo sabe, a pesar de que su amigo había abandonado la estancia, luego de extraer durante
horas los sonidos más bellos y asombrosos
jamás soñados.
Esa escena la tiene tatuada en el hemisferiocerebral derecho, mientras en el
izquierdo repasa las fugas y variaciones de
Bach al tiempo que espera, una tarde de junio de 1961, precisamente a Scott LaFaro,
quien desciende al sótano como quien baja al Hades, sonriendo y en resplandor,
como la luz nívea que penetró, una tarde
del invierno anterior, la ventana del hotel de Vancouver para preñar el sonido de
esa mujer de madera yacentesobre el pi-

so, como un tema y variación fugaz: una
paráfrasis espigada, hirsuta y tersa, de La
Anunciación.
Cuando Scott LaFaro pisa el último escalón que conduce al escenario del Village
Vanguard, su risa se confunde con la de Paul
Motian, apresurado en su paso hacia los
tambores.
Ya LaFaro ilumina la semipenumbra con
el resplandor moreno de su contrabajo, Bill
Evans descrucifica losmarfiles del teclado
y Paul Motian exclama desde atrás de los
tambores, extasiado frente al prodigio de
los diálogos entre el piano y el contrabajo:
¡estos cabrones me hacen llorar con tanta
belleza que producen al hacer su música!
La última nota que pulsó Scott LaFaro
aquella tarde de invierno en un hotel de
Vancouver y que quedó vibrando aún después de que depositó su contrabajo en elsuelo, adquiere ahora, esta tarde de verano
en Nueva York, su condición de hada.
Esa nota es ahora una perla transparente, un diamante tallado a mano, un copo de nieve que danza en medio del sueño
inquieto que tuvo Robert Schumann dos
siglos atrás y que al día siguiente puso perla, diamante y copo de nieve sobre un pentagrama articulado con vértebras de tinta
olorosa proveniente del frasco...