Borges
Borges, Jorge Luis
Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la
tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola
como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás
del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzado. Recuerdo cerca de esas
manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una
estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada,
resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887... Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo
trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre,
pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes.
Mi deplorable condición de
argentino me impedirá incurrir en el ditirambo género obligatorio en el Uruguay, cuando el
tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño; Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero
de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro
Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres, "un Zarathustra
cimarrón y vernáculo "; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito
de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.
Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o
febrero del año 84. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía
con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a
caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya
se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un
descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos
en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de
golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las
alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo
le gritó imprevisiblemente: "¿Qué horas son, Ireneo?"". Sin consultar el cielo, sin detenerse,
el otro respondió: '
Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco". La
voz era aguda, burlona. Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me
hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo)
cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro. Me dijo
que el
muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj.
Agregó que era hijo de
una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre
era un médico del saladero, un inglés O'Connor, y otros un domador o rastreador del
departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles. Los
años 85 y 86 veraneamos en la ciudad de Montevideo. El 87 volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el "cronométrico Funes".
Me 2
contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había
quedado tullido, sin esperanza.
Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me
produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un ...
Regístrate para leer el documento completo.