Caballero
EL CABALLERO DE LA
ARMADURA OXIDADA
Robert Fisher
EL DILEMA DEL CABALLERO
Hace ya mucho tiempo, en una tierra muy lejana, vivía un caballero que pensaba que era bueno, generoso y
amoroso. Hacía todo lo que suelen hacer los caballeros buenos, generosos y amorosos. Luchaba contra sus
enemigos, que era malos, mezquinos y odiosos. Mataba a dragones y rescataba a damiselas en apuros. Cuando en
el asunto de la caballería había crisis, tenía la mala costumbre de rescatar damiselas incluso cuando ellas no
deseaban ser rescatadas y, debido a esto, aunque muchas damas le estaban agradecidas, otras tantas se
mostraban furiosas con el caballero. Él lo aceptaba con filosofía. Después de todo, no se puede contentar a todo el
mundo.
Nuestro caballero era famoso por su armadura. Reflejaba unos rayos de luz tan brillantes que la gente del pueblo
juraba no haber visto el sol salir en el norte o ponerse en el este cuando el caballero partía a la batalla. Y partía a la
batalla con bastante frecuencia. Ante la mera mención de una cruzada, el caballero se ponía la armadura
entusiasmado, montaba su caballo y cabalgaba en cualquier dirección. Su entusiasmo era tal que a veces partía en
varias direcciones a la vez, lo cual no es nada fácil.
Durante años, el caballero es esforzó en ser el número uno del reino. Siempre había otra batalla que ganar, otro dragón que matar y otra damisela que rescatar.
El caballero tenía una mujer fiel y bastante tolerante, Julieta, que escribía hermosos poemas, decía cosas
inteligentes y tenía debilidad por el vino. También tenía un hijo de cabellos dorados, Cristóbal, al que esperaba ver
algún día, convertido en un valiente caballero.
Julieta y Cristóbal veían poco al caballero porque, cuando no estaba luchando en una batalla, matando dragones o
rescatando damiselas, estaba ocupado probándose su armadura y admirando su brillo. Con el tiempo, el caballero
se enamoró hasta tal punto de su armadura que se la empezó a poner para cenar y, a menudo, para dormir.
Después de un tiempo, ya no se tomaba la molestia de quitársela para nada. Poco a poco, su familia fue olvidando
qué aspecto tenía sin ella.
Ocasionalmente, Cristóbal le preguntaba a su madre qué aspecto tenía su padre. Cuando esto sucedía, Julieta
llevaba al chico hasta la chimenea y señalaba el retrato del caballero.
He aquí a tu padre decía con un suspiro. Una tarde, mientras contemplaba el retrato, Cristóbal le dijo a su
madre: Ojalá pudiera a ver a padre en persona. ¡No puedes tenerlo todo! respondió bruscamente Julieta. Estaba cada
vez más harta de tener tan sólo una pintura como recuerdo del rostro de su marido y estaba cansada de dormir mal
por culpa del ruido metálico de la armadura.
Cuando paraba en casa y no estaba absolutamente pendiente de su armadura, el caballero solía recitar
monólogos sobre sus hazañas. Julieta y Cristóbal casi nunca podían decir una palabra. Cuando lo hacían, el
caballero las acallaba, ya sea cerrando su visera o quedándose repentinamente dormido.
Un día, Julieta se enfrentó a su marido. Creo que amas más a tu armadura de lo que me amas a mí. Eso no es
verdad respondió el caballero ¿Acaso no te amé lo suficiente como para rescatarte de aquel dragón e instalarte en este elegante castillo con paredes empedradas?
Lo que tu amabas dijo Julieta, espiando a través de la visera para poder ver sus ojos era la idea de
rescatarme. No me amabas realmente entonces y tampoco me amas realmente ahora.
Sí que te amo insistió el caballero, abrazándola torpemente con su fría y rígida armadura, casi rompiéndole las
costillas. ...
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