Carpentier Alejo Guerra Del Tiempo Y Otros Relatos
Guerra del tiempo
y otros relatos
El camino de Santiago
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
Viaje a la semilla
22
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
Semejante a la noche 30
I
II
III
IV
Oficio de tinieblas
37
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
Los fugitivos 42
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
4
4
5
7
8
10
13
14
16
18
19
20
22
22
23
23
24
24
25
26
27
27 28
28
29
30
31
32
34
37
37
38
38
39
39
40
40
42
43
43
45
45
46
46
47
El entierro de Henri Christophe
48
El camino de Santiago
I
Con dos tambores andaba Juan a lo largo del Escalda —el suyo, terciado en la
cadera izquierda; al hombro el ganado a las cartas—, cuando le llamó la atención una
nave, recién arrimada a la orilla, que acababa de atar gúmenas a las bitas. Como la
llovizna de aquel atardecer le repicaba quedo en el parche mal abrigado por el ala del
sombrero, todo había de parecerle un tanto aneblado —aneblado como lo estaba ya por
el aguardiente y la cerveza del vivandero amigo, cuyo carro humeaba por todos los
hornillos, un poco más abajo, cerca de la iglesia luterana que habían transformado en
caballerizas. Sin embargo, aquel barco traía una tal tristeza entre las bordas, que la
bruma de los canales parecía salirle de adentro, como un aliento de mala suerte. Las
velas le estaban remendadas con lonas viejas, de colores mohosos; tenía pelos en los
cordajes, musgos en las vergas, y de los flancos sin carenar le colgaban andrajos de
algas muertas. Un caracol, aquí, allá, pintaba una estrella, una rosa gris, una moneda de
yeso, en aquella vegetación de otros mares, que acababa de podrirse, en pardo y
verdinegro, al conocer la frialdad de aguas dormidas entre paredes obscuras. Los
marinos parecían extenuados, de pómulos hundidos, ojerosos, desdentados, como gente
que hubiera sufrido el mal de escorbuto. Acababan de soltar los cabos de una faluca que
les había arrastrado hasta el muelle, con gestos que no expresaban, siquiera, el contento
de ver encenderse las luces de las tabernas. La nave y los hombres parecían envueltos en
un mismo remordimiento, como si hubiesen blasfemado el Santo Nombre en alguna
tempestad, y los que ahora estaban enrollando cuerdas y plegando el trapío, lo hacían
con el desgano de condenados a no poner más el pie en tierra. Pero, de pronto, abrióse
una escotilla, y fue como si el sol iluminara el crepúsculo de Amberes. Sacados de las
penumbras de un sollado, aparecieron naranjos enanos, todos encendidos de frutas,
plantados en medios toneles que empezaron a formar una olorosa avenida en la cubierta.
Ante la salida de aquellos árboles vestidos de suntuosas cáscaras quedó la tarde
transfigurada y un olor a zumos, a pimienta, a canela, hizo que Juan, atónito, pusiera en
el suelo el tambor cargado en el hombro, para sentarse a horcajadas sobre él. Era cierto,
pues, lo de los amores del Duque con lo que decían de los suntuarios caprichos de su
dueña, ganosa siempre de los presentes que sólo un Alba, por mero antojo, podía hacer
traer de las Islas de las Especias, de los Reinos de Indias o del Sultanato de Ormuz.
Aquellos naranjos, tan pequeños y cargados, habían sido criados, sin duda, en alguna
huerta de moros bautizados —que nadie los aventajaba en eso de hacer portentos con
las matas—, antes de desafiar tormentas y bajeles enemigos, para venir a adornar alguna
galería de espejos, en el palacio de la que arrebolaba su cutis de flamenca con los más
finos polvos de coral del Levante. Y es que cuando ciertas mujeres se daban a pedir, en
aquellos días ...
Regístrate para leer el documento completo.