Casas Muertas

Páginas: 137 (34235 palabras) Publicado: 4 de mayo de 2015
Un entierroEsa mañana enterraron a Sebastián. El padre Pernía, que tanto afectole profesó, se había puesto la sotana menos zurcida, la de visitar alObispo, y el manteo y el bonete de las grandes ocasiones. Un entierrono era un acontecimiento inusitado en Ortiz. Por el contrario, ya el tan-to arrastrarse de las alpargatas había extinguido definitivamente lahierba del camino que conducía alcementerio y los perros seguían conrutinaria mansedumbre a quienes cargaban la urna o les precedían se-ñalando la ruta mil veces transitada. Pero había muerto Sebastián,cuya presencia fue un brioso pregón de vida en aquella aldea de muer-tos, y todos comprendían que su caída significaba la rendición plenariadel pueblo entero. Si no logró escapar de la muerte Sebastián, jovencomo la madrugada, fuertecomo el río en invierno, voluntarioso comoel toro sin castrar, no quedaba a los otros habitantes de Ortiz sino laresignada espera del acabamiento.Al frente del cortejo marchaba Nicanor, el monaguillo, sosteniendo elcrucifijo en alto, entre dos muchachos más pequeños y armados de ele-vados candelabros. Luego el padre Pernía, sudando bajo las telas delhábito y el sol del Llano. En seguida los cuatrohombres que cargabanla urna y, finalmente, treinta o cuarenta vecinos de rostros terrosos. El ritmo pausado del entierro se adaptaba fielmente a su caminar de en-fermos. Así, paso a paso, arrastrando los pies, encorvando los hombrosbajo la presión de un peso inexistente, se les veía transitar a diario porlas calles del pueblo, por los campos medio sembrados, por los corre-dores de lascasas.Carmen Rosa estaba presente. Ya casi no lloraba. La muerte de Sebas-tián era sabida por todos -ella misma no la ignoraba, Sebastián mismono la ignoraba- desde hacía cuatro días. Entonces comenzó el llantopara ella. Al principio luchó por impedir que llegara hasta sus ojos esalluvia que le estremecía la garganta. Sabía que Sebastián, como confir-mación inapelable de su sentencia a muerte, sóloesperaba ver brotarsus lágrimas. Observaba los angustiados ojos febriles espiándole elllanto y ponía toda su voluntad en contenerlo. Y lo lograba, merced aun esfuerzo violento y sostenido para deshacer el nudo que le enturbia-ba la voz, mientras se hallaba en la larga sala encalada donde Sebas-tián se moría. Pero luego, al asomarse a los corredores en busca deuna medicina o de un vaso de agua, el llantole desbordaba los ojos y lecorría libremente por el rostro. Más tarde, en la noche, cuando camina-ba hacia su casa por las calles penumbrosas y, más aún, cuando setendía en espera del sueño, Carmen Rosa lloraba inacabablemente y eltanto llorar le serenaba los nervios, le convertía la desesperación en undolor intenso pero llevadero, casi dolor tierno después, cuando el ama-necer comenzaba aenredarse en la ramazón del cotoperí y ella conti-nuaba tendida, con los ojos abiertos y anegados, aguardando un sueñoque nunca llegaba.Ahora marchaba sin lágrimas, confundida entre la gente que asistía alentierro. Habían dejado a la espalda las dos últimas casas y remonta-ban la leve cuesta que conducía a la entrada del cementerio. Ella cami-naba arrastrando los pies como todos, en la misma cadenciade todos,pero se sentía tan lejana, tan ausente de aquel desfile cuyo sentido senegaba a aceptar, que a ratos parecíale que ella y la que caminaba consu cuerpo eran dos personas distintas y que bien podía la una seguircon pasos de autómata hasta el cementerio, en tanto que la otra regre-saba a la casa en busca del llanto.Dos mujeres la acompañaban. A un lado su madre, doña Carmelita, conel mohínde niño asustado que la vejez no había logrado borrar, lloran-do no tanto por Sebastián muerto, como por el dolor que sobre CarmenRosa pesaba, sintiéndose infinitamente pequeña y miserable por no ha-ber podido evitarle a la hija aquel infortunio. A la izquierda iba Marta, lahermana, preñada como el año pasado, heroicamente fatigada poraquella lenta marcha bajo el sol. Carmen Rosa advertía en la...
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