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INTRODUCCIÓN
El trastorno por déficit atencional con hiperactividad (TDAH) es uno de los desórdenes más
reconocidos y diagnosticados en psiquiatría infanto – juvenil; explicando el 30 a 50% de las
consultas a la especialidad (1). Su prevalencia en niños y adolescentes fluctúa entre un 2 a 12% con una media de 5 a 7% (2‐5) sin mayor diferencia para los distintos países del mundo (6‐8).
Los síntomas del TDAH resultan perturbadores y su impacto no sólo se limita al niño sino a
su familia y entorno. Por ejemplo, tanto la hiperactividad como la impulsividad causan el rechazo
de adultos y pares, relacionándose con un incremento en las tasas de accidentes, problemas conductuales y consumo de sustancias. La dificultad atencional – por su parte ‐ se traduce en un
esfuerzo mayor, apoyo psicopedagógico, educación diferenciada, o en un fracaso académico, que
finalmente estigmatiza al paciente como alguien diferente y problemático (3) impactando
negativamente su autoconcepto y estima.
El compromiso del TDAH no sólo abarca “lo transversal” sino lo evolutivo, incrementando el riesgo de otros desórdenes psicopatológicos durante la infancia adolescencia (9,10) y adultez (3);
incluyendo conductas antisociales o delictivas (11) abuso de sustancias (3); desórdenes ansiosos y
afectivos, logros académicos/profesionales por debajo de las capacidades del individuo y
estructuración anormal de la personalidad; con todos los costos sociales que se desprenden no
sólo por un bajo rendimiento personal sino por un “consumo” mayor de recursos en salud,
educación (años de repitencia, educación especial, psicopedagogos, apoyo particular) y judicial
(por la violación de la normativa social en quienes se asocia a trastornos de conducta y abuso de
drogas (3).
A diferencia de la propuesta histórica, el TDAH no se supera en la infancia; por el contrario,
la mayoría de las veces, la morbilidad y las alteraciones comórbidas se prolongan durante la
adultez (12,13). De hecho, estudios longitudinales sugieren que el TDAH persiste en 30 a 85% (media:
75%) de los adolescentes (14) y en el 50 a 65% de los adultos (3,4), incrementando dicho riesgo la
historia familiar de hiperactividad y desatención (15) las dificultades de orden psicosocial, y la
comorbilidad con trastornos conductuales, ansiosos y afectivos (16,17).
Por la creencia habitual, los pacientes generalmente eran tratados hasta la pubertad,
momento en que teóricamente el trastorno remitía de forma espontánea. Sin embargo, durante
los años 1990 gracias a la investigación y experiencia clínica que modifica la concepción
autolimitada del trastorno comenzó a tratarse el TDAH en grupos que antes quedaban excluido de
tratamiento como algunos adolescentes y casi la totalidad de los adultos (4,18,19).
El eje central del tratamiento son los psicoestimulantes, cuya prescripción en un niño,
adolescente o adulto con DAH debe fundamentarse en la intensidad y persistencia de sus
síntomas, los que muchas veces provocan deterioro académico y social (pares y adultos).
Aunque los síntomas “objetivos” pueden cambiar a largo plazo, muchos adolescentes y
adultos siguen obteniendo importantes beneficios con la continuidad de la farmacoterapia, pudiendo modificarse en el tiempo tanto la droga como las dosis e intervalos de administración (4).
Las evidencias de que el tratamiento prolongado consolida definitivamente la mejoría en el
rendimiento académico son discutibles [por influir temas personales como medioambientales,
relacionados con la voluntad y la motivación]; pero lo más consistente es que los beneficios
sostenidos con la terapia ...
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