Cielo
Cielo, inundado de sol, resplandecía sobre los verdes arriates y el aroma de las rosas se difundía en delicados hilos temblorosos a través de aquel aire fresco confinado en piedratrasudada.
Sin sospecharlo, Narciso había hecho en aquella ocasión lo que desde hacía tiempo constituía su anhelado objetivo: había invocado por su nombre al demonio que poseía a su amigo, se habíaenfrentado con él. Alguna de sus palabras había rozado el secreto que yacía en el corazón de Goldmundo y ese secreto se había encabritado en furioso dolor. Narciso vago largo rato por el convento en buscadel amigo, pero no lo encontró en parte alguna.
Estaba Goldmundo debajo de uno de los sólidos arcos de piedra que comunicaban los corredores con el jardincillo claustral. De lo alto de cada una de lascolumnas que sostenían el arco le miraban con ojos espantados tres cabezas de animales, tres pétreas cabezas de perros o lobos. La herida le dolía horriblemente y no distinguía camino hacia la luz,hacia la razón. Una angustia mortal le apretaba el cuello y el estómago. Y como maquinalmente volviera hacia- arriba la vista, paro su atención en uno de los capiteles, y, de pronto, tuvo la sensación deque que aquellas tres feroces cabezas estaban dentro de sus entrañas, con los ojos desorbitados y ladrando.
“Voy a morirme en seguida”, pensó horrorizado, y luego temblando de pavor, se dijo:“Perderé la razón, me devorarán estas fauces horrendas.”
Y con una brusca contracción se desplomo al pie de la columna. El dolor era excesivo, había llegado al límite. Un desvanecimiento lo envolvió con suvelo; y con el rostro hundido, desapareció en una ansiada anulación del ser.
El abad Daniel no había tenido un día muy placentero. Dos monjes viejos se le habían presentado todo excitado, regañando yacusándose, reñidos otra vez por causa de antiguas y mezquinas envidias. Los escucho con paciencia, los amonesto aunque en vano, finalmente los despidió con dureza, imponiéndoles a los dos una pena...
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