Ciencia
Leavitt
EL LENGUAJE P ERDIDO
DE LAS GRÚAS
Título origina1: The Lost Language of Granes
© 1986; David Leavitt
Ediciones Versal, S.A.
Primera edición: noviembre de 1987
Impreso en España
Para Gary
y en memoria de mi madre
Forgive me if you read this...
I had gone so long without loving.
I hardly knew what I was thinking.
JAMES MERRILL, Days of 1964
ÍNDICEVIAJES ..........................................................................................
15
MITOS DEL ORIGEN .................................................................
107
EL NIÑO GRÚA ..........................................................................
215
PADRE E HIJO ...........................................................................
221
ViajesA primera hora de la tarde de un lluvioso domingo de no viembre, un hombre bajaba a toda prisa por la Tercera Avenida.
Pasaba junto a las floristerías y los quioscos cerrados con las
manos en los bolsillos y la cabeza inclinada contra el viento. La
avenida estaba desierta, a excepción de algún que otro taxi que
salpicaba el agua sucia de los charcos. Tras las ventanas
iluminadas de losedificios, la gente desplegaba y dividía la
edición dominical del Times y se servía café en tazones
esmaltados. En la calle, sin embargo, la situación era dis tinta: un
vagabundo cubierto de bolsas de plástico empapadas se acurrucaba
en la entrada de una tienda, una mujer con un abrigo marrón corría
protegiéndose la cabeza con un periódico, una pareja de policías
—cuyos walkie-talkies emitíanvoces distorsionadas— escuchaban
los sollozos de una anciana frente a un edificio pintado de rosa.
¿Qué estoy haciendo una fría tarde de domingo entre esta gente,
yo, un hombre respetable y honrado que tiene un apartamento con
calefacción, una cafetera y unos buenos libros que leer? Se rió de
sí mismo por hacerse todavía la pregunta y apretó el paso. Era
inútil que fingiera, lo sabía, ibaadonde iba.
Sólo unas pocas manzanas más arriba, en el duodécimo piso
de lo que una vez fue un discreto inmueble de ladrillos de color
blanco, pintado ahora de un llamativo azul celeste, una mujer
sentada en una mesa balanceaba pacientemente un lápiz rojo por
encima de un original mecanografiado. Apenas se daba cuenta del
staccato de la lluvia contra la cañería de desagüe ni de las gotas
quecorrían por la ventana. Sus labios se movían en silencio,
repitiendo las palabras que tenía delante. En la televisión,
encendida pero sin sonido, daban unos dibujos animados en los
que un viejo dinosaurio, con un me chón de pelo blanco en la
cabeza, cojeaba por un paisaje ceniciento llevando entre los
dientes un palo del que colgaba un hatillo.
La mujer respiraba al ritmo del reloj de lacocina, sin ha cer
caso del dinosaurio, y manejaba el lápiz sobre el original como si
fuera una varita mágica, enmendando todo lo que to caba.
Tampoco pensaba en su marido, que caminaba solo y luchaba
contra la cortina de agua.
A menudo, Rose se refería a su barrio, con sus rascacielos
azules, rosas y rojo vivo, como el Oriente Medio. Y,
efectivamente, estaba lleno de hombres de tez morenaque
llevaban gafas de sol a medianoche, jeques vestidos de blanco que
viajaban en limusinas y mujeres con velos negros que regateaban
con la vieja y cansada propietaria de la tienda de comestibles
coreana. Vivía, como le gustaba contar, demasiado al oeste para
estar en Sutton Place, demasiado al este para estar cerca del
centro, demasiado al norte para Murray Hill y demasiado al sur
parael Upper East Side. Según los planos, aquello era Turtle Bay;
pero Rose, con el sentido de la precisión propio de una correctora
de estilo, sabía que Turtle Bay sólo incluía unas cuantas calles
laterales con farolas, árboles frondosos y bloques de casas. En
realidad, Rose y Owen vivían en la Segunda Avenida. El
dormitorio principal daba al tráfico de la calle, a los coches y los
taxis. Las...
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