coaching
Malcolm Gladweel
Capítulo 2
LA REGLA DE LAS 10.000 HORAS
«EN HAMBURGO, TENÍAMOS QUE TOCAR OCHO HORAS».
En 1971, la Universidad de Michigan inauguró en la avenida Beal, por Ann Arbor, su nuevo
centro informático. Era un flamante edificio con muros de ladrillo beis visto y el clásico vidrio
oscuro en la fachada. Los enormes ordenadores de unidad central de la universidad se erguían
en medio de una enorme sala blanca. Como recordaba un miembro de la facultad, «parecía una
de las últimas secuencias de la película 2001: una odisea del espacio». Completaban la escena
docenas de máquinas perforadoras, que en aquella época pasaban por terminales informáticas.
Para 1971, era lo último en tecnología. La Universidad de Michigan tenía uno de los programas
de informática más avanzados del mundo; y durante la vida útil del centro informático, miles de
estudiantes pasaron por aquella sala blanca. El más famoso de ellos sería un adolescente
desgarbado llamado Bill Joy.
Joy llegó a la Universidad de Michigan el año en que se abrió el centro informático. Tenía
dieciséis años. Era alto y muy delgado, con una fregona rebelde por cabello. Los de su clase de
graduación en el instituto de Farmington Norte, en las afueras de Detroit, le habían votado
«estudiante más estudioso», lo que, según explicaba él, equivalía a un nombramiento como
«empollón vitalicio». Pensó que acabaría de biólogo o matemático. Pero a finales de su primer
curso se dio una vuelta por el centro informático. Y se enganchó
En adelante, el centro informático fue su vida. Programó todo lo que pudo. Consiguió un trabajo
como profesor de informática para seguir programando a lo largo del verano. En 1975, se
matriculó en la Universidad de Berkeley (California). Allí se zambulló aún más profundamente en
el mundo del software. Durante la exposición oral de su tesis doctoral, formuló sobre la marcha
un algoritmo particularmente complicado que, como escribiría uno de sus muchos admiradores,
«abrumó de tal modo a sus examinadores, que uno de ellos más tarde comparó la experiencia con la de los sabios deslumbrados por la primera aparición pública de Jesús en el templo».
Trabajando en colaboración con un pequeño grupo de programadores, Joy se impuso la tarea
de volver a escribir UNIX, un software desarrollado por AT&T para mainframes, los antiguos
ordenadores de unidad central. La versión de joy era muy buena. Tan buena, de hecho, que
desde entonces este sistema operativo hace funcionar literalmente millones de ordenadores del
mundo entero.
—Si pongo el Mac en ese modo tan gracioso que permite ver el código fuente —dice Joy—, veo
cosas que recuerdo haber tecleado hace veinticinco años.
¿Y quién escribió la mayor parte del software que permite acceder a Internet? Bill Joy. Después
de licenciarse por Berkeley, Joy se fue a Silicon Valley, donde cofundó Sun Microsystems, uno
de los agentes cruciales de la revolución informática. Allí reescribió otro lenguaje de
programación, Java, que acrecentó todavía más su leyenda. En Silicon Valley se habla de Bill
Joy tanto como de Bill Gates en Microsoft. A veces lo llaman el Edison de Internet. En palabras
del informático de Yale David Gelernter, «Bill joy ha sido una de las personas más influyentes de
la historia de la computación».
Muchas veces se ha contado la historia del genio de Bill Joy, y la lección siempre es la misma:
un espejo de la más pura meritocracia. La programación no funcionaba como una red de niños
de papá, donde uno medra gracias al dinero o los contactos. Era un campo abierto ...
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