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Ellos, naturalmente, se pasaban el día en los pozos o en el lavadero de la mina. Mientras, sus mujeres trajinaban afanosamente bajo el sol o lalluvia, rodeadas de niños de todas las edades; o lavaban en el río, a las afueras, en las pozas que se formaban bajo el puente romano; o lloraban a gritos cuando cualquier calamidad les afligía. Esto último, con bastante frecuencia.
Entre los de la chusma había una familia llamada los “Galgos”. No eran diferentes a los otros, excepto, quizá, en que, por lo general, el padre no solíaemborracharse. Tenían nueve hijos, desde los dos hasta los dieciséis años. Los dos mayores, que se llamaban Miguel y Félix, también empleados en la mina. Luego, les seguía Fabián, que era de mi edad.
No sé, realmente, cómo empezó mi amistad con Fabián. Quizá porque a él también le gustaba rondar por las tardes, con el sol, por la parte de la tapia trasera del cementerio viejo. O porque amaba losperros vagabundos. O porque también coleccionaba piedras suavizadas por el río: negras, redondas y lucientes como monedas de un tiempo remoto. El caso es que Fabián y yo solíamos encontrarnos, al atardecer, junto a la tapia desconchada del cementerio, y que platicábamos allí tiempo y tiempo. Fabián era un niño muy moreno y pacífico, de pómulos anchos y de voz lenta, como ululante. Tosía muy amenudo, lo que a mí no me extrañaba, pero un día una criada de casa de mi abuelo, me vio con él y me chilló:
- ¡Ándate con ojo, no te peguen la dolencia…! ¡Que no se entere tu abuelo!
Con esto, comprendí que aquella compañía estaba prohibida, y que debía mantenerla oculta.
Aquel invierno se decidió que siguiera en el campo, con el abuelo, lo que me alegraba. En parte porque nome gustaba ir al colegio, y en parte la tierra tiraba de mí de un modo profundo y misterioso. Mi rara amistad con Fabián continuó, como en el verano. Pero era el caso que sólo fue una amistad “de hora de la siesta”, y que el resto del día nos ignorábamos.
En el pueblo no se comía más pescado que las truchas del río, y algún barbo que otro. Sin embargo, la víspera de Navidad, llegaban porel camino alto unos hombres montados en unos burros y cargados con grandes banastas. Aquel año los vimos llegar entre la nieve. Las criadas de casa salieron corriendo hacia ellos, con cestas de mimbre, chillando y riendo como tenían por costumbre para cualquier cosa fuera de lo corriente. Los hombres del camino traían en las banastas – quién sabía desde dónde - algo insólito y maravilloso enaquellas tierras: pescado fresco. Sobre todo, lo que maravillaban eran los besugos, en grandes cantidades, de color rojizo dorado, brillando al sol entre la nieve, en la mañana fría. Yo seguía a las criadas saltando y gritando como ellas. Me gustaba oír sus regateos, ver sus manotazos, las bromas y las veras que se llevaban con aquellos hombres. En aquellas tierras, tan lejanas del mar, el pescado eraalgo maravilloso. Y ellos sabían que se gustaba celebrar la Nochebuena cenando besugo asado.
- Hemos vendido el mayor besugo del mundo- dijo entonces uno de los pescadores-. Era una pieza como de aquí a allá. ¿Sabéis a quién? A un minero. A una de esas negras ratas ha sido.
- ¿A quién?- preguntaron las chicas extrañadas.
- A uno que le llaman el “Galgo”- contestó el otro-. Estaba allí,...
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