Conde
Mientras tanto, el buque seguía avanzando; habiendo pasado feliz¬mente el estrecho producido por alguna erupciónvolcánica entre las islas de Calasapeigne y de Jaros, dobló la punta de Pomegue hendien¬do las olas bajo sus tres gavias, su gran foque y la mesana. Lo hacía con tanta lentitud y tan penosos movimientos, que los curiosos, que por instinto presienten la desgracia, preguntábanse unos a otros qué accidente podía haber sobrevenido al buque. Los más peritos en na¬vegación reconocieron al punto que, dehaber sucedido alguna des¬gracia, no debía de haber sido al buque, puesto que, aun cuando con mucha lentitud, seguía éste avanzando con todas las condiciones de los buques bien gobernados.
En su puesto estaba preparada el ancla, sueltos los cabos del bau¬prés, y al lado del piloto, que se disponía a hacer que El Faraón enfilase la estrecha boca del puerto de Marsella, hallábase un jo¬ven defisonomía inteligente que, con mirada muy viva, observaba cada uno de los movimientos del buque y repetía las órde¬nes del piloto.
Entre los espectadores que se hallaban reunidos en la explanada de San Juan, había uno que parecía más inquieto que los demás y que, no pudiendo contenerse y esperar a que el buque fondeara, saltó a un bote y ordenó que le llevasen al Faraón, al que alcanzó frente almuelle de la Reserva.
Viendo acercarse al bote y al que lo ocupaba, el marino abandonó su puesto al lado del piloto y se apoyó, sombrero en mano, en el filarete del buque. Era un joven de unos dieciocho a veinte años, de elevada estatura, cuerpo bien proporcionado, hermoso cabello y ojos negros, observándose en toda su persona ese aire de calma y de resolución peculiares a los hombres avezados aluchar con los peligros des¬de su infancia.
¡Ah! ¡Sois vos Edmundo! ¿Qué es lo que ha sucedido? pre¬guntó el del bote ¿Qué significan esas caras tan tristes que tienen todos los de la tripulación?
Una gran desgracia, para mí al menos, señor Morrel respondió Edmundo . Al llegar a la altura de Civita Vecchia, falleció el valien¬te capitán Leclerc...
¿Y el cargamento? preguntó con ansia elnaviero.
Intacto, sin novedad. El capitán Leclerc...
¿Qué le ha sucedido? preguntó el naviero, ya más tranquilo. ¿Qué le ocurrió a ese valiente capitán?
Murió.
¿Cayó al mar?
No, señor; murió de una calentura cerebral, en medio de horri¬bles padecimientos.
Volviéndose luego hacia la tripulación:
¡Hola! dijo Cada uno a su puesto, vamos a anclar.
La tripulación obedeció, lanzándoseinmediatamente los ocho o diez marineros que la componían unos a las escotas, otros a las drizas y otros a cargar velas.
Edmundo observó con una mirada indiferente el principio de la maniobra, y viendo a punto de ejecutarse sus órdenes, volvióse hacia su interlocutor.
Pero ¿cómo sucedió esa desgracia? continuó el naviero.
¡Oh, Dios mío!, de un modo inesperado. Después de una larga plática con elcomandante del puerto, el capitán Leclerc salió de Ná¬poles bastante agitado, y no habían transcurrido veinticuatro horas cuando le acometió la fiebre... y a los tres días había fallecido. Le hicimos los funerales de ordenanza, y reposa decorosamente envuelto en una hamaca, con una bala del treinta y seis a los pies y otra a la cabeza, a la altura de la isla de Giglio. La cruz de la Legión de...
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