cronica de una muerte anunciada
hasta entonces por tantos hábitos lineales, había empezado a girar de golpe en torno de
una misma ansiedad común.Nos sorprendían los gallos del amanecer tratando de
ordenar las numerosas casualidades encadenadas que habían hecho posible el absurdo,
y era evidente que no lo hacíamos por un anhelo de esclarecermisterios, sino porque
ninguno de nosotros podía seguir viviendo sin saber con exactitud cuál era el sitio y la
misión que le había asignado la fatalidad.
Muchos se quedaron sin saberlo. CristoBedoya, que llegó a ser un cirujano notable,
no pudo explicarse nunca por qué cedió al impulso de esperar dos horas donde sus
abuelos hasta que llegara el obispo, en vez de irse a descansar en lacasa de sus padres,
que lo estuvieron esperando hasta el amanecer para alertarlo. Pero la mayoría de
quienes pudieron hacer algo por impedir el crimen y sin embargo no lo hicieron, se
consolaroncon el pretexto de que los asuntos de honor son estancos sagrados a los
cuales sólo tienen acceso los dueños del drama. «La honra es el amor», le oía decir a mi
madre. Hortensia Baute, cuya únicaparticipación fue haber visto ensangrentados dos
cuchillos que todavía no lo estaban, se sintió tan afectada por la alucinación que cayó en
una crisis de penitencia, y un día no pudo soportarlamás y se echó desnuda a las calles.
Flora Miguel, la novia de Santiago Nasar, se fugó por despecho con un teniente de
fronteras que la prostituyó entre los caucheros de Vichada. Aura Villeros, lacomadrona
que había ayudado a nacer a tres generaciones, sufrió un espasmo de la vejiga cuando
conoció la noticia, y hasta el día de su muerte necesitó una sonda para orinar. Don
Rogelio de laFlor, el buen marido de Clotilde Armenta, que era un prodigio de vitalidad a
los 86 años, se levantó por última vez para ver cómo desguazaban a Santiago Nasar
contra la puerta cerrada de su propia...
Regístrate para leer el documento completo.