Cuento de navidad
ya
casi
once
años
que
Auggie
y
yo
nos
conocemos.
Trabaja
detrás
del
mostrador
en
una
tabaquería
de
la
calle
Court,
en
el centro
de
Brooklyn,
y
como
es
el
único
negocio
que
tiene
los
puritos
holandeses
que
me
gusta
fumar,
a
menudo
paso
por
ahí. Durante
mucho
tiempo
apenas
si
me
fijé
en
Auggie
Wren.
Era
el
extraño
hombrecito
que
usaba
un
abrigo
azul
con
capucha
y
me
vendía cigarros
y
revistas;
el
personaje
pícaro
y
ocurrente
que
siempre
tenía
algún
comentario
gracioso
sobre
el
tiempo
o
los
Metz
o
los políticos
de
Washington,
y
hasta
ahí
llegaba
mi
interés.
Pero
un
día,
hace
algunos
años.
Él
hojeaba
una
revista
en
el
negocio
cuando se
topó
con
la
reseña
de
uno
de
mis
libros.
Supo
que
era
yo
por
la
foto
que
acompañaba
la
reseña,
y
después
de
eso
las cosas
entre
nosotros
cambiaron.
Dejé
de
ser
un
cliente
más
y
me
convertí
en
una
persona
distinguida.
A
la
mayoría
de
la
gente
no le
importa
en
lo
más
mínimo
ni
los
libros
ni
los
escritores,
pero
resultó
que
Auggie
se
consideraba
un
artista.
Y
ahora
que
había desentrañado
el
secreto
de
mi
identidad,
me
aceptó
como
un
aliado,
un
confidente,
un
igual.
Para
serles
sincero,
aquello
se
me hacía
bastante
embarazoso.
Después,
casi
inevitablemente,
llegó
el
momento
en
que
me
preguntó
si
me
gustaría
ver
sus
fotos.
Y
...
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