cuento
Hay mil historias inquietantes de la calle Zaragoza de Ixtlán, durante los sesentas. Créanme que aún escucho, entre raídos pasillos del tiempo, a los goznes herrumbrososllorando el abandono de sus portones.
Esas historias, lo sé, eran adaptaciones a veces burdas o ingeniosas del bagaje imaginario de otros pueblos -regla no escrita para tejer la identidadnacional del desvarío-. Eso realmente no interesa, pues lo que me sucedió un día de ésos es tan real como lo permite el filtro del tiempo acumulado.
La calle Zaragoza era mi ruta para alcanzarla ferretería de don Pachito González donde compraba clavos, hebillas, pegamentos y otras urgencias habituales del taller de calzado del abuelo Alberto.
Aquella indeterminada ocasión ibarepitiendo, para no olvidar, cierta medida de clavos, y jugando las monedas, registrando los caprichos del azar. Pero un lanzamiento mal calculado traspasó el umbral de las ventanas tomando camino por unlargo pasillo que pertenece ya a los trazos difuminados de mis sueños. La cosa es que alguien detuvo el curso de la moneda con sus astrosos zapatos y se agachó a recogerla con pasmosa lentitud, comotodos los cuerpos inertes que se hunden en las piscinas de la memoria.
Yo conocía algo de Don Fello gracias a Enriqueta, una señora que ofrecía escapularios y chismes a la puerta de laiglesia. Así que, cuando el veterano de guerra se acercó con mi moneda y vi en su piel un camino de cicatrices que trepaban desde su mano hasta la luz mortecina de sus ojos, supe que la mitotera delbarrio se había quedado corta con la historia que platicaba del personaje.
Por alguna extraña razón, al retroceder aquellas imágenes, permanezco aferrándome a los barrotes de esa ventana, mirandocómo se aleja un bulto mutilado en su silla de ruedas. Lo que no tengo claro es si en un momento él se da vuelta y, debajo de su bata y la bruma gris del tiempo, saca un revólver de entre el...
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