cuento
Examinemos estas acciones y otras similares: encontraremos que resultan solo del espíritu de perversidad. Las perpetramos simplemente porque sentimos que no deberíamos hacerlo. Más acá o más allá de esto no hay principio inteligible…
POE, El demonio de la perversidad
La cena estaba fría. Advertí de una manera vaga que estaba en otra parte, como extraviado. Aunque disimulababien, a mí no podía engañarme. Eran tantos años.
— ¡Necesito un trago!— exclamó. Yo me acerqué a la licorera para servirle un bourbon y me replicó que su sed no era asunto de mi incumbencia. Le dije que a estas alturas ya no le consentía el malhumor. Pero él se encaminó directamente a la puerta, tomó las llaves, se puso el abrigo y salió del apartamento sin dirigirme la palabra. Aún no habíandado las diez.
Tres horas más tarde, le oí llegar. Supuse que venía atiborrado de alcohol porque entró dando traspiés y me pareció que se dejó caer a plomo en el sillón. Me levanté y me quedé mirándolo un instante. Apenas coordinaba. Entornaba los ojos y no le salían las palabras, que se amontonaban en su boca en una especie de embrollo incomprensible. De repente, los labios tomaron un colorazulado. Fue entonces cuando perdió el conocimiento y experimentó una intermitente contracción facial que duró segundos. Traté de incorporarlo, pero estaba rígido. Aun así me las arreglé como pude y le puse un tope entre los dientes. No sé qué usé para ello. A eso de las seis, recuperó la conciencia. Luego, después de bromear con que tenía la sensación de haber recibido las descargas de una sillaeléctrica en plena cocorota, me preguntó si había babeado. «Una espuma blanca como una clara a punto de nieve», le dije y me mandó descansar porque, según él, yo debía de caerme a pedazos. Me figuré que padecía una espantosa jaqueca porque se frotó las sienes mientras balbuceaba que aún no había echado de comer a las palomas. Le sugerí un par de aspirinas y una compresa fría para el dolor de cabeza. Élno hubo de hacerme caso. Desde el dormitorio me pareció oírle entonar los primeros compases de Harlem nocturne.
Aparte de ese repentino desahogo en el alcohol, me preocupaba otra cosa. Desde hacía días daba la impresión de que le había vencido un abrumador estado de abatimiento. En esas circunstancias, imaginé que no nos vendría mal del todo tomar un poco el aire y almorzar fuera de la ciudad enun buen restaurante del puerto. Confiaba en que la crisis de la noche anterior fuese un brote esporádico y estuviese de humor para el paseo. Afortunadamente, aceptó. Fuimos en auto; él como de costumbre eligió el Chevrolet.
En el embarcadero se abrigaban pesqueros y botes de recreo. El mar estaba en calma; pero a veces soplaba un viento suave que los hacía cabecear. Era una imagen pintoresca,algo trillada. Después de leer la carta, pedimos pescado y vinos blancos. El camarero estuvo servicial y excesivamente atento. Él se pasó la mayor parte del tiempo jugando con el tenedor y escrutando las migas del róbalo; pero trascurrido un buen rato, abandonó los cubiertos en el plato y con las manos sobre la mesa me dijo que habíamos malgastado la vida en busca de estos pequeños e inútilesplaceres. Le contesté que sabía perfectamente lo que me trataba de decir; pero no se conmovió en lo más mínimo. Habló sin tenerme en cuenta, como si delante de él tuviese un autómata. Me indicó que le vendría bien una taza de café y que a partir de ahora retomaríamos algunos hábitos que el sentido común y la edad nos habían proscrito. Con un tenue sentimiento de resignación, me sugirió que en todosestos años nunca nos habíamos dejado llevar ni por la audacia ni por el entusiasmo y que eso era una lástima. «De todas formas, no nos ha ido mal del todo», le dije. «Tal vez», respondió mientras firmaba la nota con la estilográfica. Al final, me di cuenta de que me había hecho un juicio equivocado de su estado de ánimo cuando me dijo que debía ayudarlo a mantener al demonio en el fondo del...
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