Cuento
Cuando era joven hace muchos años, cuando aún conservaba el ojo derecho, solía frecuentar una taberna nauseabunda donde me deleitaba con unos deliciosos y mundanos manjares asequibles acualquier bolsillo. El tabernero era un tipo viejo y arrugado, e incluso ahora apostaría mi otro ojo a que más de una vez me he comido algún sucedáneo de rata de calabozo en alguno de sus platos. Eso sí,la explosión de sabores y sensaciones era realmente increíble, aunque el aspecto de la comida no hiciese más que recordarme la consistencia grumosa del vómito de un buen noble de alta alcurnia.
Unanoche decidí pasarme de nuevo por allí. Le pedí al tabernero el menú del día: "Callos Malayos". Y en cuanto me los sirvió me puse a llenar el buche, con glotonería y sin modal alguno, puesto que nohabía ninguna mujer joven a la que impresionar con sutilezas. Había un par de hombres de armas discutiendo, en la barra, sobre temas que para mi eran triviales. Iban ya por la enésima jarra de cervezacuando uno de ellos desenvainó la daga y amenazó, todo lo firme que podía un beodo en su estado, a su compañero. Pasó todo tan deprisa que tardé tiempo en recomponer todas las escenas en mi mente. Lastripas del guerrero brotaban como gusanos ansiosos de salir de una prisión de carne... y hueso. Vísceras colgantes y sangrientas. Creo recordar que vomité en el plato, y la verdad no conseguídiferenciar mi producto estomacal del menú del día por el que había pagado. No me importó que fuese la mala comida que fuese, y tuviese el aspecto tan malo que tuviese, siempre acababa eructando de placer. Peroesa noche, fue distinto. La verdad, no se me pasó por la cabeza que semejante incidente pudiese ocurrir.
Rebusqué entre mis bolsillos y encontré unas pequeñas bolitas. Me las había vendido uncomerciante de oriente que pasó por el pueblo unos días antes. Me dijo que se llamaban "bombas de humo" y que eran perfectas para desaparecer entre las sombras. Lancé unas cuantas al suelo, con violencia...
Regístrate para leer el documento completo.