cuentos de barro
Eran allá como las tres de la madrugada. La luna, de llena, lambía las sombras prietas en losmontarrascales y en los manglares dormilones. El estero, lagunoso en su calma, era como un pedazo deespejo del día; del día ya roto. La playa lechosa, de cascajo crema, se dejaba espulgar por las suavesondas espumíferas, que la brisa devanaba sin prisa. La isla, al otro lado del agua, sealargaba como unanube negra que flotara en aquel cielo diáfano, mitad cielo, mitad estero. Las estrellas pintaban en amboscielos. El mar, a lo lejos, roncaba adormilado por la frescura del aire y la claridad del mundo. Un cordónde aves blancas pasó, silencioso y ondulante como una culebra de luna.De la mediagua oscura, salió a la playa un indio. Llevaba desnudo el torso, los calzonesarremangadossobre las rodillas; se desperezaba, como queriendo echar al suelo el fardo del sueño. Laarena, al ser hollada por lo anchos pies descalzos, mascaba el silencio. Miró las estrellas con los ojosfruncidos. Se espantó los mosquitos, miró el agua platera y regresó al rancho. —Son ya mero las tres, vos... ¿Nos vamos?Una especie de aullido de pereza le contestó. Luego, la voz atecomatada del compañerorespondió: —Ai veya, mano... —Amonóos...Los indios, hurgando en la sombra del caedizo, escogieron los utensilios y fueron trasladándose al bote. El bote dormía, encallado, mitad en el agua, mitad en la arena. Un chucho prieto iba y veníahusmeando el viaje. Por efecto del silencio del agua, de la luz, del cielo bajero, el mundo todo parecía palpitar, cabecear como un barco en marcha. Los pocuyos,despenicados en la inmensidad, arrullaban lacuna de la noche con su triste «oíeo, oíeo, oíeo», que sonaba intermitente, como la paletada blanda delremo que va, va, va... sin prisa y sin ruido. —Ya va ser parada diagua, vos. —Ya paró, mano. —¡Aligere, pué!...Despegaron el bote a empujones y pujidos. El bote coleó, libre, descantillándose tantito yrevolviendo la plata de la luna en desparpajos. Hundidoshasta las piernas, aún empujaron. Luego semetieron dentro y se dejaron llevar por el tranquil del agua parada. Era el cambio de marea; las corrientesque entraban al estero, fatigadas de ir buscando mundo, descansaban un momento, antes de regresar almar abierto. Entonces el peje abismado venía arriba, flordeaguando, y buscaba la calma de las ramazonesy de los bancos. Ligeros colazos de zafiroindicaban ya el punto del agua. Las sombras rojizas de los parvos pasaban, esquivando el peligro, avisados por el lánguido paleteo del canalete.En fraterno silencio los indios cruzaban el agua como si volaran entre dos cielos. En la proa, ávidade espacio, el uno empujaba con la pértiga negra y larga que subía y bajaba rítmicamente, sincronizandocon el manosear del canalete, que el otro indio manejaba enla popa, acurrucado y friolento. En el centrodel bote el chucho, sentado, miraba tímidamente los cacharros del cebo. —¡Qué friyo, vos!... —¡Ajú!... —¿Vamos al ramazal de la bocana?
—Como quiera, mano.Los ramazales emergían del agua purísima como inmensas arañas negras. Dos, tres, cuatro...,quedaban atrás. Al pasar rondando un tronco, el raizal projundo barzonió el bote, afligiéndolo. Conhábil punteo, salieron del paso. —¡No se arrime mucho, mano!Torcieron hacia el sur; a poca distancia del ramazal echaron el fondo y quedaron inmóviles. Pocotiempo después arrojaban los anzuelos. Con rápido ademán los lanzaban al aire. La pita hacía una larga parábola, y el plomo se hundía allá, con un ligero "chukuz". Luego el cordel se quedaba ondulandoencima y poco a poco se abismaba. Quedaban a laexpectativa. Habían encendido los puros y jumaban,acurrucados. —¿Pican, mano? —No quieren picar. —Ya me punteyan. vos. —¿Eh...? —Es bagre, de juro. Estos chingados sian de ber llevado la chimbera.La chimbera era el cebo. El indio sacó el anzuelo, de jalón en jalón. Por fin sobreaguó el plomonegruzco. Se habían llevado el bocado.¿Lo vido? Son esos babosos bagres, vos. —Si quiere nos hacemos al...
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