Cuentos
—Sigue plantada ahí afuera —dijo Norton, nervioso—. Tendrá que hablar con ella, capitán.
—¿Qué quiere?
—Quiere un billete. Es sorda como una tapia. Está inmóvil, con la mirada fija, y no quiere
marcharse. Me produce escalofríos.
El capitán Andrews se puso lentamente en pie.
—Muy bien, hablaré con ella. Hágala pasar.—Gracias. —Norton se asomó al pasillo—. El capitán hablará con usted. Entre.
Hubo un movimiento fuera de la sala de control. Un destello metálico. El capitán Andrews
empujó hacia atrás la computadora del escritorio y esperó.
Una anciana pequeña y arrugada caminaba detrás de Norton. A su lado se movía un
reluciente e imponente robocriado que la sujetaba por el brazo. El robot y la diminuta mujer
entraron en la sala de control.—Éstos son sus documentos. —Norton depositó un folio sobre la mesa de planos. Su voz
delataba temor—. Tiene trescientos cincuenta años de edad. Uno de los mantenidos más
viejos. Procede de Riga II.
Andrews examinó el documento. La mujer se hallaba de pie frente al escritorio, en silencio,
mirando al frente. Sus ojos eran azul pálido, descoloridos como porcelana antigua.—Irma Vincent Gordon —murmuró Andrews. Levantó la vista—. ¿Es correcto?
La anciana no respondió.
—Es totalmente sorda, señor —dijo el robocriado.
Andrews gruñó y devolvió su atención al folio. Irma Gordon era uno de los primeros
colonizadores del sistema de Riga. Origen desconocido. Nacida probablemente en elespacio, en alguna de las viejas naves subC. Una extraña sensación se apoderó de él. ¡Los
siglos que había visto pasar aquella anciana! Los cambios.
—¿Quiere viajar? —preguntó al robocriado.
—Sí, señor. Ha venido desde su hogar para comprar un billete.
—¿Aguantará un viaje espacial?
—Vino desde Riga hasta aquí, Fomalhaut IX.
—¿Adónde quiere ir?
—A la Tierra, señor —respondió el robocriado.
—¡A la Tierra! —Andrews se quedó boquiabierto y lanzó un juramento—. ¿Qué quiere
decir?—Desea viajar a la Tierra, señor.
—¿Lo ve? —murmuró Norton—. Completamente loca.
Andrews se aferró al escritorio y dirigió la palabra a la anciana.
—Señora, no podemos venderle un billete a la Tierra.
—No le puede oír, señor —le recordó el robocriado.
Andrews buscó una hoja de papel y escribió en letras grandes:
NO PUEDO VENDERLE UN BILLETE A LA TIERRALa sostuvo en alto. Los ojos de la mujer se movieron mientras examinaba las palabras.
Frunció los labios.
—¿Por qué no? —dijo por fin.
Su voz era débil y seca, como hierba crujiente.
Andrews garrapateó una respuesta.
ESE LUGAR NO EXISTE
Añadió, malhumorado:
MITO — LEYENDA — NUNCA EXISTIÓ
Los ojos descoloridos de la mujer se desviaron de las palabras hacia Andrews. Su rostro
no reflejaba la menor emoción. Andrews se puso nervioso. Detrás, Norton sudaba de
inquietud.
—Maldición —masculló Norton—. Échela de aquí. Nos traerá mala suerte.
—Hágale comprender que la Tierra no existe —dijo Andrews al robocriado—. Se ha
demostrado miles de veces. No existió jamás ese planeta madre. Todos los científicos están
de acuerdo en que la vida surgió simultáneamente en todo el...—Su deseo es viajar a la Tierra —dijo el robot, sin perder la paciencia—. Tiene trescientos
cincuenta años de edad y han dejado de administrarle el tratamiento de mantenimiento.
Desea visitar la Tierra antes de morir.
—¡Pero si es un mito! —estalló Andrews, incapaz de articular una palabra más.
—¿Cuánto vale? —preguntó la anciana—. ¿Cuánto vale?
—¡No puedo hacerlo! —gritó Andrews—. No existe...—Tenemos un kilo de positivos —dijo el robot.
Andrews se apaciguó de repente.
—Mil positivos.
Palideció de estupefacción y apretó la mandíbula.
—¿Cuánto vale? —repitió la anciana—. ¿Cuánto vale?
—¿Será suficiente? —preguntó el robocriado.
Andrews tragó saliva, en silencio. De pronto, recobró la voz.
—Claro —contestó—. ¿Por qué no?
—¡Capitán! —protestó Norton—....
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