La chica que va leyendo frente a mí en el metro sólo despega la vista de las páginas para comprobar por qué parada vamos, o para retener mejor alguna imagen, o darle vueltas a una frase que le haimpresionado. Tendrá unos 28 años y, seguramente, regrese del trabajo. Lleva el arreglo algo marchito de quienes salieron de casa hace 10 horas. Ha forrado el libro porque tal vez se lo han prestado y noquiere estropearlo, o puede que para ella sea un acto tan íntimo que prefiera proteger la identidad de la obra y el autor y, de paso, sus propios gustos. Precisamente, de gustos se trata. Hasta queuna obra entra en los manuales de literatura primero tiene que pasar por el proceso del simple gustar, de atrapar a alguien que la va leyendo con el traqueteo del autobús o en un bar lleno de ruidos.Incluso andando por la calle, como hace con total naturalidad la protagonista de Una mujer soñadora, de Thomas Hardy, cuya versión real he visto, perpleja, más de una vez por aceras y pasos peatonales.Y es que a quien le gusta leer de verdad, lee por cuatro y encuentra la forma de hacerlo aun a riesgo de pegarse un buen tropezón.
Por el contrario, hay otros que tienen que encontrarse con unascondiciones muy precisas de temperatura, humedad, altitud y tranquilidad para abrir un libro. Son los que relegan la lectura a la playa, la piscina, las tardes invernales junto al fuego, a algúnaburrido proceso gripal, a la cama antes de dormirse y a cualquier situación agradable que uno se pueda imaginar. Algunos, incluso, se preparan un baño con espuma y velas encendidas en ese templo de lecturaque siempre ha sido el cuarto de baño. Es indudable que tanto estos lectores-muelle como los anteriores, los esforzados lectores-escaladores, encuentran un gran placer en la lectura. El problema esque de tanto repetir que leer es un placer ha llegado a sonar a frase hecha, a publicidad inventada por escritores y editores para hacer clientela.
Menos mal que la ciencia nos ha echado una mano,...
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