El pasillo de entrada nos condujo a una inmensa sala de muebles oscuros —cuero de pardo animal, como si acabaran de arrancarle la piel a un saurio agónico—. Las paredes estaban recubiertas demaderas igualmente sombrías. Pero en lo alto de la altísima sala la luz del desierto entraba con fuerza crepuscular, iluminando oblicuamente los tres grandes retratos, de cuerpo entero, que colgabanlado a lado encima de la chimenea. El káiser Guillermo II, el general Francisco Villa y el führer Adolf Hitler. El primero con su gala imperial y una corta capa de húsar colgándole con displicenciade un hombro. El segundo con su traje de campaña: camisa y pantalón de dril, botas, ese sarakof colonial que Emil Baur evitaba y la pistola al cinto. Y Hitler con su habitual atuendo de camisa parday pantalones similares a los del ingeniero de minas, botas negras y cinturón amenazante. La luz del atardecer, digo, iluminaba oblicuamente, desde lo alto, a los tres héroes de mi anfitrión, peropermanecía en penumbras el resto de un vasto salón que, recuperado de mi asombro, asocié para siempre con un intenso olor de ceniza. Baur me condujo a un pequeño estudio vecino a la gran sala, comosi entendiese que en ésta no era posible platicar sino, apenas, recogerse religiosamente o admirarse para esconder el disgusto, si tal hubiese... Por lo menos, el mío, ya que mis estudios enAlemania me obligaron a detestar al régimen enloquecido que tanto dolor inútil trajo al mundo. Acaso Baur adivinó mi pensamiento. Sentado frente a una enorme mesa de trabajo atestada de rollos de papel,sólo me dijo:
—Sé que usted no comparte mis convicciones, doctor.
Yo no dije nada, sentado frente a Baur en una silla de espalda recta e incómoda.
—Piense solamente —explicó sin que yo se lopidiera— que donde otros buscaban la verdad en la base económica y social, él la encontró en la ideología. —¿Los otros? —inquirí, dispuesto a dejarlo pasar todo, menos la interrogación expresa o...
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