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y colgué el tubo. Inmediatamente después, reconocí la voz que había contestado enalemán. Era la del capitán Richard Madden. Madden, en el departamento de Viktor
Runeberg, quería decir el fin de nuestros afanes y -pero eso parecía muy secundario, o
debía parecérmelo- también denuestras vidas. Quería decir que Runeberg había sido
arrestado o asesinado.1
Antes que declinara el sol de ese día, yo correría la misma suerte.
Madden era implacable. Mejor dicho, estabaobligado a ser implacable. Irlandés a las
órdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez de traición ¿cómo no iba a
abrazar y agradecer este milagroso favor: el descubrimiento, la captura,quizá la, muerte,
de dos agentes del Imperio alemán? Subí a mi cuarto; absurdamente cerré la puerta con
llave y me tiré de espaldas en la estrecha cama de hierro. En la ventana estaban lostejados de siempre y el sol nublado de las seis. Me pareció increíble que ese día sin
premoniciones ni símbolos fuera el de mi muerte implacable. A pesar de mi padre muerto,
a pesar de haber sido unniño en un simétrico jardín de Ha¡ Feng ¿yo, ahora, iba a morir?
Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente
ahora. Siglos de siglos y sólo en el presenteocurren los hechos; innumerables hombres
en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente pasa me pasa a mí... El casi
intolerable recuerdo del rostro acaballado de Madden abolió esas...
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