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sentí diminuto bajo ese azul dilatado: en la playa amarilla, éramos como hormigas en el
centro de un desierto. Y si ahora que soy un viejo paso mis días en las ciudades, es porque
en ellas la vida es horizontal, porque las ciudades disimulan el cielo. Allá, de noche, en cambio, dormíamos, a la intemperie, casi aplastados por las estrellas. Estaban como al
alcance de la mano y eran grandes, innumerables, sin mucha negrura entre una y otra, casi
chisporroteantes, como si el cielo hubiese sido la pared acribillada de un volcán en actividad
que dejase entrever por sus orificios la incandescencia interna. La orfandad me empujó a los puertos. El olor del mar y del cáñamo humedecido, las velas lentas y rígidas que se alejan y
se aproximan, las conversaciones de viejos marineros, perfume múltiple de especias y
amontonamiento de mercaderías, prostitutas, alcohol y capitanes, sonido y movimiento: todo
eso me acunó, fue mi casa, me dio una educación y me ayudó a crecer, ocupando el lugar,
hasta donde llega mi memoria, de un padre y una madre. Mandadero de putas y marinos, changador, durmiendo de tanto en tanto en casa de unos parientes pero la mayor parte del
tiempo sobre las bolsas en los depósitos, fui dejando atrás, poco a poco, mi infancia, hasta
que un día una de las putas pagó mis servicios con un acoplamiento gratuito —el primero,
en mi caso y un marino, de vuelta de un mandado, premió mi diligencia con un trago de alcohol, y de ese modo me hice, como se dice, hombre. Ya los puertos no me bastaban: me
vino hambre de alta mar. La infancia atribuye a su propia ignorancia y torpeza la
incomodidad del mundo; le parece que lejos, en la orilla opuesta del océano y de la
experiencia, la fruta es más sabrosa y más real, el sol más amarillo y benévolo, las palabras
y los actos de los hombres más inteligibles, justos y definidos. Entusiasmado por estas convicciones que eran también consecuencia de la miseria me puse en campaña para
embarcarme como grumete, sin preocuparme demasiado por el destino exacto que elegiría:
lo importante era alejarme del lugar en donde estaba, hacia un punto cualquiera, hecho de
intensidad y delicia, del horizonte circular. En esos tiempos, como desde hacía unos veinte
años se había descubierto que se podía llegar a ellas por el poniente, la moda eran las Indias; de allá volvían los barcos cargados de especias o maltrechos y andrajosos, después
de haber derivado por mares desconocidos; en los puertos no se hablaba de otra cosa y el
tema daba a veces un aire demencial a las miradas y a las conversaciones. Lo desconocido
es una abstracción; lo conocido, un desierto; pero lo conocido a medias, lo vislumbrado, es el lugar perfecto para hacer ondular deseo y alucinación. En boca de los marinos todo se
mezclaba; los chinos, los indios, un nuevo mundo, las piedras preciosas, las especias, el
oro, la codicia y la fábula. Se hablaba de ciudades pavimentadas de oro, del paraíso sobre la
tierra, de monstruos marinos que surgían súbitos del agua y que los marineros confundían
con islas, hasta tal punto que desembarcaban sobre su lomo y acampaban entre las anfractuosidades de su piel pétrea y escamosa. Yo escuchaba esos rumores con asombro
y palpitaciones; creyéndome, como todas las criaturas, destinado a toda gloria y al abrigo de
toda catástrofe, a cada nueva relación que escuchaba, ya fuese dichosa o terrorífica, mis
ganas de embarcarme se hacían cada vez más grandes. Por fin la ocasión se presentó: un capitán, piloto mayor del reino, organizaba una expedición a las Malucas, y conseguí que me
conchabaran en ella.
La alegría fue grande; aliviados, llegábamos a orillas desconocidas que atestiguaban la
diversidad. Esas playas amarillas, rodeadas de palmeras, desiertas en la luz cenital, nos
ayudaban a olvidar la travesía larga, monótona y sin accidentes de la que salíamos como de ...
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