Documento sin t tulo
Por Jerome David Salinger
En 1928, a los nueve años, yo formaba parte, con todo el espíritu de cuerpo posible, de una
organización conocida como el Club de los Comanches. Todos los días de clase, a las tres
de la tarde, nuestro Jefe nos recogía, a los veinticinco comanches, a la salida de la escuela
número 165, en la calle 109, cerca de Amsterdam Avenue. A empujones y golpes
entrábamos en el viejo autobús comercial que el Jefe había transformado. Siempre nos
conducía (según los acuerdos económicos establecidos con nuestros padres) al Central
Park. El resto de la tarde, si el tiempo lo permitía, lo dedicábamos a jugar al rugby, al fútbol
o al béisbol, según la temporada. Cuando llovía, el Jefe nos llevaba invariablemente al
Museo de Historia Natural o al Museo Metropolitano de Arte.
Los sábados y la mayoría de las fiestas nacionales, el Jefe nos recogía por la mañana
temprano en nuestras respectivas viviendas y en su destartalado autobús nos sacaba de
Manhattan hacia los espacios comparativamente abiertos del Van Cortlandt Park o de
Palisades. Si teníamos propósitos decididamente atléticos, íbamos a Van Cortlandt donde
los campos de juego eran de tamaño reglamentario y el equipo contrario no incluía ni un
cochecito de niño ni una indignada viejecita con bastón. Si nuestros corazones de
comanches se sentían inclinados a acampar, íbamos a Palisades y nos hacíamos los robinsones. Recuerdo haberme perdido un sábado en alguna parte de la escabrosa zona de
terreno que se extiende entre el cartel de Linit y el extremo oeste del puente George
Washington. Pero no por eso perdí la cabeza. Simplemente me senté a la sombra
majestuosa de un gigantesco anuncio publicitario y, aunque lagrimeando, abrí mi fiambrera
por hacer algo, confiando a medias en que el Jefe me encontraría. El Jefe siempre nos
encontraba.
El resto del día, cuando se veía libre de los comanches el Jefe era John Gedsudski, de
Staten Island. Era un joven tranquilo, sumamente tímido, de veintidós o veintitrés años,
estudiante de derecho de la Universidad de Nueva York, y una persona memorable desde
cualquier punto de vista. No intentaré exponer aquí sus múltiples virtudes y méritos. Sólo
diré de paso que era un scout aventajado, casi había formado parte de la selección nacional
de rugby de 1926, y era público y notorio que lo habían invitado muy cordialmente a
presentarse como candidato para el equipo de béisbol de los New York Giants. Era un
árbitro imparcial e imperturbable en todos nuestros ruidosos encuentros deportivos, un
maestro en encender y apagar hogueras, y un experto en primeros auxilios muy digno de
consideración. Cada uno de nosotros, desde el pillo más pequeño hasta el más grande, lo
quería y respetaba.
Aún está patente en mi memoria la imagen del Jefe en 1928. Si los deseos hubieran sido
centímetros, entre todos los comanches lo hubiéramos convertido rápidamente en gigante.
Pero, siendo como son las cosas, era un tipo bajito y fornido que mediría entre uno
cincuenta y siete y uno sesenta, como máximo. Tenía el pelo renegrido, la frente muy
estrecha, la nariz grande y carnosa, y el torso casi tan largo como las piernas. Con la
chaqueta de cuero, sus hombros parecían poderosos, aunque eran estrechos y caídos. En
aquel tiempo, sin embargo, para mí se combinaban en el Jefe todas las características más
fotogénicas de Buck Jones, Ken Maynard y Tom Mix, perfectamente amalgamadas.
Todas las tardes, cuando oscurecía lo suficiente como para ...
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