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En este texto, que será el prólogo a la edición popular del Quijote de la Real Academia
Española, Mario Vargas Llosa vuelve a la novela que fundó nuestra modernidad narrativa y le
da carta de pertenencia en el siglo XXI, por su vigorosa novedad escritural, por supuesto, pero
también por su espíritu rebelde y libre.
Antes que nada,
Don Quijote de la Mancha, la inmortal novela de Cervantes, es
una imagen: la de un hidalgo cincuentón, embutido en una armadura anacrónica
y tan esquelético como su caballo, que, acompañado por un campesino basto y
gordinflón montado en un asno, que hace las veces de escudero, recorre las
llanuras de la Mancha, heladas en invierno y candentes en verano, en busca de aventuras. Lo anima un designio enloquecido: resucitar el tiempo eclipsado
siglos atrás (y que, por lo demás, nunca existió) de los caballeros andantes, que
recorrían el mundo socorriendo a los débiles, desfaciendo entuertos y haciendo
reinar una justicia para los seres del común que de otro modo éstos jamás
alcanzarían, del que se ha impregnado leyendo las novelas de caballerías, a las que él atribuye la veracidad de escrupulosos libros de historia. Este ideal es
imposible de alcanzar porque todo en la realidad en la que vive el Quijote lo
desmiente: ya no hay caballeros andantes, ya nadie profesa las ideas ni respeta
los valores que movían a aquéllos, ni la guerra es ya un asunto de desafíos
individuales en los que, ceñidos a un puntilloso ritual, dos caballeros dirimen fuerzas. Ahora, como se lamenta con melancolía el propio Don Quijote en su
discurso sobre las armas y las letras, la guerra no la deciden las espadas y las
lanzas, es decir, el coraje y la pericia del individuo, sino el tronar de los cañones
y la pólvora, una artillería que, en el estruendo de las matanzas que provoca, ha
volatilizado aquellos códigos del honor individual y las proezas de los héroes que forjaron las siluetas míticas de un Amadís de Gaula, de un Tirante el Blanco y
de un Tristán de Leonis.
¿Significa esto que
Don Quijote de la Mancha
es un libro pasadista, que la
locura de Alonso Quijano nace de la desesperada nostalgia de un mundo que se
fue, de un rechazo visceral de la modernidad y el progreso? Eso sería cierto si el
mundo que el Quijote añora y se empeña en resucitar hubiera alguna vez formado parte de la historia. En verdad, sólo existió en la imaginación, en las
leyendas y las utopías que fraguaron los seres humanos para huir de algún modo
de la inseguridad y el salvajismo en que vivían y para encontrar refugio en una
sociedad de orden, de honor, de principios, de justicieros y redentores civiles,
que los desagraviara de las violencias y sufrimientos que constituían la vida verdadera para los hombres y las mujeres del Medievo.
La literatura caballeresca que hace perder los sesos al Quijote —ésta es una
expresión que hay que tomar en un sentido metafórico más que literal— no es
"realista", porque las delirantes proezas de sus paladines no reflejan una realidad
vivida. Pero ella es una respuesta genuina, fantasiosa, cargada de ilusiones y anhelos y, sobre todo, de rechazo, a un mundo muy real en el que ocurría
exactamente lo opuesto a ese quehacer ceremonioso y elegante, a esa
representación en la que siempre triunfaba la justicia, y el delito y el mal
merecían castigo y sanciones, en el que vivían, sumidos en la zozobra y la
desesperación, quienes leían (o escuchaban leer en las tabernas y en las plazas)
ávidamente las novelas de caballerías. Así, el sueño que convierte a Alonso Quijano en Don Quijote de la Mancha no
consiste en reactualizar el pasado, sino en algo todavía mucho más ambicioso:
realizar el mito, transformar la ficción en historia viva.
Este empeño, que parece un puro y simple dislate a quienes rodean a Alonso
Quijano, y sobre todo a sus amigos y conocidos de su anónima aldea —el cura, ...
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