el cartero
El cartero de Neruda
Prólogo de Antonio Colinas
Prólogo
Antonio Colinas
De vez en cuando -en momentos, sobre todo, de apatía o de agotamien- to intelectual; también en tiempos de superficialidad patente-, la figura del poeta emerge del vacío y de la soledad social en que se encuentra. Me refiero a que se rescata lo esencial de la misma, de su mensaje. De repente, parafortuna de todos, la figura del poeta se nos ofrece sin sus tópicos literarios; ya no es motivo de ironías ni de polémicas, o de epidér- micos enfrentamientos en la «tribu» literaria. Esto es algo que resulta evidente y que convence, incluso cuando la figu- ra del poeta que emerge es la de lo que normalmente entendemos como un poeta «comprometido». Y resurge, además, su figura en unos momentos en losque los sobresaltos y las sangres de la historia -no una historia del pasado remoto, sino de un ayer que está ahí, a la vuelta de sólo treinta años-, aún se agitan y están llenos de vivísima actualidad. Resulta también sorprendente que este rescate de la figura del poeta esencial venga, en sus más notorios casos, de la mano de los novelistas. De grandes novelistas, todo sea dicho en honor de laverdad, pues no es labor de cualquier narrador fijar en un breve espacio de tiempo y con tensa objetividad una figura tan emblemática como la del poeta. Pienso ahora, por ello, en novelas como la de Thomas Mann (Muerte en Venecia), Hermann Broch (La muerte de Virgilio), Boris Pasternak (Doctor Zivago), Vintila Horia (Dios ha nacido en el exilio), por aludir solamente a cuatro ejemplos de autorescontemporáneos que nos han dejado semblanzas memorables de un anónimo poeta (quizá el propio Mann), de Virgilio, de Pasternak y de Ovidio. Broch y Horia hacen remontar su indagación a dos poetas del mundo cíásico latino, pero con maestría ponen de relieve en sus relatos valores que sentimos muy próximos a nosotros. Escribir, en el caso de estos dos autores, sobre los años o las horas finales de un granpoeta es ya, sin más y de ahí el reto de esas obras-, escribir sobre la vida de cualquier hombre, el cual siente cómo fluye por sus venas un tiempo que fue intensísimo vital- mente, pero que ahora ya está medido en sus instantes. Estas que vengo
subrayando son, a mi entender, las claves con las que hay que leer una obra como El cartero de Neruda, de Antonio Skármeta, por más que -como hemosdicho- la vida del poeta, del hombre de que se nos habla en su libro ya desde el título- esté para nosotros ahí, a la vuelta de la esquina, y sean muy vivos los acontecimientos históricos en que se desenvolvió. Y, sobre todo, nos asalte el convulsivo final de la misma, estrechamente fundido con el convulsivo final de la democracia en su país, Chile. Ésta era la prue- ba que, sobre todo, debía superarSkármeta en su novela: desde un pre- sente muy delicado y vivo tenía que salvar para lo esencial no ya la figu- ra del poeta, sino la de un poeta que nos es coetáneo, que aún sentimos muy cercano, que conocimos. Precisamente, al releer la novela de Skármeta, mi memoria vuelve hacia el encuentro que tuve con el poeta en mayo de 1971, en Milán; recuerdo de qué manera se veía que Italia precisamenteel «escenario» de la versión cin- ematográfica de su novela-, había sido un lugar entrañable, especial para Neruda. De sus muchos exilios, seguramente los pasados en tierra italiana supusieron para él -dentro del natural desasosiego de la lejanía de la propia tierra-, etapas de concentración y equilibrio. Recordaba él en la entrevista que grabamos, y ya amenazado por la enfermedad, susinolvidables días romanos, pasados en un piso que alquiló con Rafael Alberti y sus días junto al mar latino, que siempre tiem- bla y brilla al fondo de la versión cinematográfica de la novela de Skármeta. Era el Neruda que también el novelista pone muy bien de relieve en algunos pasajes de su libro, agobiado por su cargo de emba- jador en París, enfermo, nostálgico de sus raíces telúricas. Muy al contrario...
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