El convento
La mañana, procedente del día que comenzaba con duros trabajos en la
huerta del convento, tras las oraciones en la gótica capilla, cuando las
tinieblas aún dominaban en el húmedo ambiente de finales de otoño, era
fría y desapacible.
La hermana María manejaba con destreza y con premura el pequeño
azadón, para procurarse algo de calor con el duro ejercicio de la rústicalabranza practicada en el arcilloso suelo del huerto comunal.
En su próxima onomástica, mientras corría el año de nuestro señor de mil
novecientos setenta y dos, la hermana María cumpliría cuarenta y siete
años, circunstancia que unida al abandono en su cuidado personal, la
hacían parecer una vieja a la vista de un observador imparcial; no había
tenido la misma opinión sobre el tema, el viejosacerdote que había sido su
confesor y el de toda la congregación durante los últimos treinta años,
hasta su muerte; el padre Ambrosio, entendió bien sus más escondidos
anhelos, incluso aquellos que ni siquiera a él se habría atrevido a confesar.
Pensaba la hermana María, que con el paso del tiempo y de su edad, esos
deseos dominados por su instinto, irían diluyéndose a la vez que su bellezaserena de mujer llana; se cumplió lo de su belleza, pero no descendieron ni
un ápice sus deseos, los que se transformaban en orgasmos desenfrenados
en las tibias noches de primavera, y que le hacían sentir extrañas
sensaciones, los que le traían voluptuosos recuerdos cada vez que
empuñaba el mango del azadón; tan parecido en su grosor al viril miembro
del padre Ambrosio.
Pero aquellos eran otrostiempos, el padre Ambrosio hacía ya un año que
había muerto, y desde entonces no habían tenido un confesor fijo; algún
párroco de las cercanas parroquias había ocupado el puesto, pero al ser de
forma alternada, no daba tiempo a tomar confianza con ellos, y desde hacía
un año, la hermana María siempre mentía en sus confesiones, pasaba por
alto los pecados contra el sexto mandamiento,cometidos siempre con el
pensamiento.
El frío viento del norte que acariciaba su cutis, apenas conseguía enfriar
su animo de mujer, no podía evitar el deslizar sus manos sobre el duró cabo
de la azada mientras los recuerdos pasaban por su mente cada vez más
encendida.
Pero hoy era un día que traía novedades, un nuevo capellán se haría
cargo de la capellanía del convento, el obispo les habíaasignado un joven
sacerdote para que hiciera las veces de capellán y confesor de la
congregación, esa noticia traía de cabeza a las hermanas, aunque ninguna
demostraba exteriormente demasiado interés, todas, en su interior, estaban
deseosas de conocer a su nuevo confesor y confidente, su nuevo director
espiritual.
Con habilidad, la hermana María, habría los surcos sobre los que otra
hermanacaminaba tras ella dejando los trozos de patata, para que una
tercera viniera enterrándolos, dejando expedito el surco para los posteriores
riegos a boquera que también realizarían las hermanas en cualquiera otro
de los días de labor en el amplio huerto del convento; quizás demasiado
amplio para las veinte hermanas que componían la congregación; de las que
solo doce tenían cuerpos que fueranútiles para tales menesteres agrícolas.
La mole pétrea del edificio, extendía su sombra sobre las húmedas tierras
del huerto y las figuras luctuosas de las monjas, agachadas sobre la labor
incipiente, se refugiaban del frío como podían dentro de sus espartanas
túnicas, mientras esperaban que el tímido sol calentara algo el ambiente;
cuando el cálido astro, por fin consiguiera erguirse sobre losaltos muros del
vetusto convento.
Aquél sería un día especial, todas esperaban el repique de campanas que
las llamara a conocer al coadjutor, al esperado y ansiado hombre que las
escuchara y les diera su santa opinión a cerca de sus más intimas
inquietudes, sobre los turbadores pensamientos que llenaban sus solitarias
noches; aquellas noches que aterraban a su espíritu con voluptuosos...
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