El “teatro de la autorrepresentación”, como es definida la modernidad por la teoría feminista, recibe un cúmulo de cosas usadas y estupefactas. Entre ellas—agónica y vital a la vez—una virtudamatoria busca, en medio de globalizaciones injustas y tardocapitalismos eufóricos, el tono biográfico como texto necesario. La televisión, ardiente y sola, se lanza contra lo real para devolvernos elverosímil antropológico de un mismo libre y emocional que no le debe nada al lenguaje. La declaración directa de los sentimientos y la escritura visual de los sentidos parecen desmentir esa visiónapocalíptica de una identidad perdida en el doble desconocimiento del inconsciente y la ideología, como alguna vez sugirió Barthes. El “yo” televisivo se niega a ser la huella de códigos y montajes e ilumina ala imagen con historias de proezas caseras y hazañas domésticas donde la familia y el individuo asumen el control narrativo y desplazan letras militantes inútiles o luchas corporativas innecesarias.Ese artefacto ilustrado llamado la subjetividad—acusado tanta veces de impostura—vuelve a ser hogar de la experiencia gracias a las nuevas agendas narrativas destinadas a ensalzar un individualismoestético y autodisciplinado.
La televisión construye un gobierno tecnológico para el discurso personal: sabe la importancia política que tiene, así como el impacto de su visibilidad; por ello, lasbreves aventuras, los amores fatuos, las amistades verdaderas o los episodios maravillosos no hablan de ciudadanías pueriles que se desgastan en la información y la publicidad, sino de ceremoniasmediáticas donde los cuerpos brillan y olvidan la expropiación a la que están sometidos. Aparecen unas líneas discursivas, al interior de los deseos y los sufrimientos, anunciando una ruptura epistemológica conla noción de identidad nacional. La hegemonía estatal de la ciudadanía cede ante un mercado que propone ritos de comunión cuya capacidad interpelativa excede las viejas insignias de lo...
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