El día en que lo iban a matar
Gabriel García Márquez
El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a
las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un
bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y
por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se
sintió por completo salpicado de cagada de pájaros. «Siempre soñaba con árboles», me dijo Plácida Linero, su
madre, evocando 27 años después los pormenores de
aquel lunes ingrato. «La semana anterior había soñado que iba solo en un avión de papel de estaño que volaba
sin tropezar por entre los almendros», me dijo. Tenía una
reputación muy bien ganada de interprete certera de los
sueños ajenos, siempre que se los contaran en ayunas, pero no había advertido ningún augurio aciago en esos
dos sueños de su hijo, ni en los otros sueños con árboles
que él le había contado en las mañanas que precedieron a
su muerte.
Tampoco Santiago Nasar reconoció el presagio. Había
dormido poco y mal, sin quitarse la ropa, y despertó con
dolor de cabeza y con un sedimento de estribo de cobre
en el paladar, y los interpretó como estragos naturales de la parranda de bodas que se había prolongado hasta
después de la media noche. Más aún: las muchas
personas que encontró desde que salió de su casa a las 6.05 hasta que fue destazado como un cerdo una hora
después, lo recordaban un poco soñoliento pero de buen
humor, y a todos les comentó de un modo casual que era
un día muy hermoso. Nadie estaba seguro de si se refería al estado del tiempo. Muchos coincidían en el recuerdo
de que era una mañana radiante con una brisa de mar
que llegaba a través de los platanales, como era de
pensar que lo fuera en un buen febrero de aquella época. Pero la mayoría estaba de acuerdo en que era un tiempo
fúnebre, con un cielo turbio y bajo y un denso olor de
aguas dormidas, y que en el instante de la desgracia ...
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