el difunto yo
Debía, sin perder un segundo, ponerme en persecución de mi alter ego.
Ya que circunstancias desconocidas lo habían separado de mi
personalidad, convenía darle alcance antes de que pudiera alejarse
mucho. Era necesario, mejor dicho, urgente, muy urgente, tomar
medidas que le impidieran, si lo intentaba, dirigirse en secreto
hacia algún país extranjero, llevado por el ansia de lo desconocido y
la sed de aventuras. Bien sabía yo, su íntimo iba a decir
"inseparable", su íntimo amigo y compañero, que tales sentimientos
venían aguijoneándole desde tiempo atrás, hasta el extremo de perturbarle el sentido crítico y la sana razón que debe exhibir un
alter ego en todos sus actos, así públicos como privados. Tenía,
pues, bastante motivo para preocuparme de su repentina desaparición.
Sin duda acababa él de dar pruebas de una reserva sin limites, de
inconmensurable discreción y de consumada pericia en el arte de la
astucia y el disimulo. Nada dejó traslucir de los planes que
maestramente preparaba en el fondo de su silencio. Mi alter ego, en
efecto, hacía varios días que permanecía silencioso; pero en vista de
que entre nosotros no mediaban desavenencias profundas, atribuí su
conducta al fastidio, al cual fue siempre muy propenso, aún en sus
mejores tiempos, y me limité a suponer que me consideraba desprovisto
de la amenidad que tanto le agradaba. Ahora me sorprendía con un
hecho incuestionable: había escapado, sin que yo supiera cómo ni
cuándo.
Lo busqué en seguida en el aposento donde se me había revelado su
brusca ausencia. Lo busqué detrás de las puertas, debajo de las
mesas, dentro del armario. Tampoco apareció en las demás habitaciones de la casa. Notando, sorprendida, mis idas y venidas, me preguntó mi
mujer qué cosa había perdido.
Puedes estar segura de que no es el cerebro le dije. Y añadí
hipócritamente:
He perdido el sombrero.
Hace poco saliste, y lo llevabas. ¿No me dijiste que ibas a no sé
qué periódico a poner un anuncio que querías publicar? No sé cómo has
vuelto tan pronto.
Lo que decía mi mujer era muy singular. ¿Adónde, pues, se había
dirigido mi alter ego? Dominado por la inquietud, me eché a la calle
en su busca o seguimiento. A poco noté o creí notar que algunos
transeúntes me miraban con fijeza, cuchicheaban, sonreían o guiñaban
el ojo. Esto me hizo apresurar el paso y casi correr; pero a poco
andar me salió al encuentro un policía, que, echándome mano con
precaución, como si fuera yo algún sujeto peligroso o difícil de
prender, me anunció que estaba arrestado. Viéndome fuertemente asido,
no me cupo de ello la menor duda. De nada sirvieron mis protestas ni
las de muchos circunstantes. Fui conducido al cuartel de policía, donde se me acusó de pendenciero, escandaloso y borracho, y, además,
de valerme de miserables y cobardes subterfugios, habilidades, mañas
y mixtificaciones para no pagar ciertas deudas de café, de vehículos
de carrera, de menudas compras ¡Lo juro por mi honor! Nada sabía yo
de aquellas deudas, ni nunca había oído hablar de ellas, ni siquiera
conocía las personas o los sitios ¡Y qué sitios! en donde se me
acusaba de haber escandalizado. No pude menos, sin embargo, de
resignarme a balbucir excusas, explicaciones: me faltó valor para
confesar la vergonzosa fuga de mi alter ego, que era sin duda el
verdadero culpable y autor de tales supercherías, y pedir su
detención. Humillado, prometí enmendarme. Fui puesto en libertad, y ...
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