el diosero
Crisanta, India joven, casi niña, bajaba por el sendero; el aire de la media tardecalosfriaba su cuerpo encorvado al peso de un tercio de lefia; la cabezagacha y sobre la frente un manojo de cabellos empapados de sudor. Sus pies —garras a ratos, pezuñas por momentos— resbalabansobre las lajas, sehundían en los líquenes o se asentaban como extremidades de plantígrado en las planadas del senderillo… Los muslos de la hembra, negros y macizos,asomaban por entre los haraposde la enagua de algodón, que alzaba por delante hasta arriba de las rodillas, porque el vientre estaba urgido de preñez.. La marcha se hacía más penosa a cada paso; la muchacha deteníase porinstantes a tomar alientos; mas luego, sin levantar la cara, reanudaba elcamino con ímpetus de bestia que embistiera al fantasma del aire.
Pero hubo un momento en que las piernas se negaron alimpulso, vacilaron. Crisanta alzo por primera vez la cabeza e hizo vagar los ojos en la extensión.
En el rostro de la mujercita zoque cayó un velo de angustia; sus labios temblaron y las aletas de sunariz latieron, tal si olfatearan. Con pasos inseguros la india buscó las riberas; diríase llevada por su instinto, mejor que inspirada por un pensamiento. El rio estaba cerca, a no más de veintepasos de la vereda. Cuando estuvo en las márgenes, desató el “mecapal” anudado a su frente y con apremios depositó en el suelo su fardo de leña; luego, como lo hacen todas las zoques, todas:...
Regístrate para leer el documento completo.