El español del almacén (Novela)

Páginas: 9 (2203 palabras) Publicado: 24 de junio de 2013
CAPÍTULO 1

Con él entró una violenta ráfaga de claridad y de calor. Detrás, la puerta volvió a cerrarse con estrépito. En la penumbra tropezó con algún banco de madera y arrojó su latiguillo hacia los estantes, por encima del mostrador.

- ¡Felicia! - gritó y el sofoco le impidió seguir - ¡Felicia!

Por las hendijas, la resolana introducía finas estrías de luz. Se secó torpemente el sudorque le corría por la frente, por el cuello, por detrás de las orejas. Ahora no le importaba mucho ver aquel embudo de hojalata, reluciente, sobre el tambor de kerosén que otra vez alguien se había olvidado de cerrar.

Una mujer apartó la cortina desteñida y sucia, asomando sus ojos brillantes, el bailoteo de sus largos zarcillos de oro a través de las greñas del cabello aceitoso. La detestaba,la volvía a odiar.

- ¿Quién soltó los caballos? ¿Por qué soltaron esta mañana los caballos? - Su voz airada jadeaba de fatiga-. ¿No oyes? ¡Estoy preguntándote una cosa!

- Y para eso llamaste. Qué sé yo. Quién va a saber - contestó la mujer, dándole de inmediato la espalda.

Al marcharse, la liviana cortina se pegó a la curva de sus nalgas. Quizá fue eso lo que detuvo el brazo que ya habíalevantado. Depositó con un golpe seco la botella encima del mostrador, y la siguió. Al salir al corredor, la claridad le lastimó los ojos otra vez.

Bajo el sol ardiente, en el patio, ella iba recogiendo las ropas de los alambres.

- ¡Muchacha! - gritó hacia la casa - ¡Saca esas cosas de la silla del señor!

A él le hervían los pulsos de indignación, de fatiga, de calor.

- ¡Felicia! -llamó de nuevo.

Pero la mujer siguió bajando la ropa blanca, juntándola debajo de un brazo, una prenda, tras otra, estirándose para alcanzar las pinzas demasiado altas, pequeña y gorda bajo aquel sol, descalza sobre la tierra que parecía quemar. No volvió siquiera la cabeza.

- Ya está, señor.

La vocecita de la criada le llegó como desde lejos. Se desprendió la camisa, el grueso cinturón, y setendió en la perezosa de lona largamente, con un cansancio casi doloroso adherido a los huesos. El sudor le resbalaba por el pecho hacia el abundante abdomen desnudo. Respiraba con dificultad.

- Baja esa persiana, muchacha, - dijo sin fuerza. Cuántas veces habría repetido lo mismo; que en el verano las persianas debían bajarse temprano, a las siete. Todos los días, como una costumbre. Ysiempre, a las doce, hallaba el corredor inundado de luz, lleno de moscas, caldeado por aquel resol. Como una costumbre también, pero de aquella, de la otra gente, y por tanto más fuerte que sus palabras. Como algo que ellos no tenían siquiera necesidad de decir, pero que se cumplía inevitablemente. Cada día le producía mayor fastidio y, sin embargo, cada vez le iba importando menos. Como casi todo.Pero que hubieran soltado los caballos le mordía todavía por dentro. Guardados a maíz, bajo las tablas, y luego perseguidos por él mismo, a látigo, en mitad de la mañana. Una furia vieja e insatisfecha le subió hasta la garganta.

- ¡Las doce! -dijo confusamente- ¿Por qué no comemos? ¡Felicia! ¡Son las doce!

La mujer gorda venía por el corredor.

- Falta Ismael. Salió demasiado tarde.

-¡Ismael!

Ya era excesivamente molesto hablar de todas las cosas, reconvenir siempre, después que no tenían solución. Pero aun, dijo:

-. Ismael. Si no es ese haragán, es cualquiera.

Nunca, nunca podemos comer a la hora que yo digo.

La pierna. Otra vez la pierna. No se lo había dicho a nadie, hasta ahora. Le cortaba con frecuencia la palabra, el movimiento; un dolor súbito, intenso. Aveces lo paralizaba sin remedio, aún estando en el almacén. Como un garfio afilado que le subiese apretadamente por el muslo. Había cosas que no se podían evitar.

Primero fueron las manos, como una caricia lenta a través del pelo. Su cabeza pareció descansar.

- ¿Por qué viniste tan tarde, papá?

Con ella no podía hablar de los caballos. No podía destruir de pronto sus cómo juguetes vivos...
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