El general en su laberinto
laberinto
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Primera edición: marzo 6 de 1989, 700.000 ejemplares
Para Álvaro Mutis, que me regaló
la idea de escribir este libro.
Parece que el demonio dirige
las cosas de mi vida.
(Carta a Santander, 4 de agosto de 1823)
José Palacios, su servidor más antiguo, lo encontró flotando en las aguas
depurativas de la bañera, desnudo y con losojos abiertos, y creyó que se había
ahogado. Sabía que ése era uno de sus muchos modos de meditar, pero el
estado de éxtasis en que yacía a la deriva parecía de alguien que ya no era de
este mundo. No se atrevió a acercarse, sino que lo llamó con voz sorda de
acuerdo con la orden de despertarlo antes de las cinco para viajar con las
primeras luces. El general emergió del hechizo, y vio en lapenumbra los ojos
azules y diáfanos, el cabello encrespado de color de ardilla, la majestad impávida
de su mayordomo de todos los días sosteniendo en la mano el pocillo con la
infusión de amapolas con goma. El general se agarró sin fuerzas de las asas de la
bañera, y surgió de entre las aguas medicinales con un ímpetu de delfín que no
era de esperar en un cuerpo tan desmedrado.
«Vamonos»,dijo. «Volando, que aquí no nos quiere nadie».
José Palacios se lo había oído decir tantas veces y en ocasiones tan diversas,
que todavía no creyó que fuera cierto, a pesar de que las recuas estaban
preparadas en las caballerizas y la comitiva oficial empezaba a reunirse. Lo ayudó a
secarse de cualquier modo, y le puso la ruana de los páramos sobre el cuerpo
desnudo, porque la taza lecastañeteaba con el temblor de las manos. Meses
antes, poniéndose unos pantalones de gamuza que no usaba desde las noches
babilónicas de Lima, él había descubierto que a medida que bajaba de peso iba
disminuyendo de estatura. Hasta su desnudez era distinta, pues tenía el cuerpo
pálido y la cabeza y las manos como achicharradas por el abuso de la intemperie.
Había cumplido cuarenta y seis años elpasado mes de julio, pero ya sus ásperos
rizos caribes se habían vuelto de ceniza y tenía los huesos desordenados por la
decrepitud prematura, y todo él se veía tan desmerecido que no parecía capaz
de perdurar hasta el julio siguiente. Sin embargo, sus ademanes resueltos
parecían ser de otro menos dañado por la vida, y caminaba sin cesar alrededor
de nada. Se bebió la tisana de cinco sorbosardientes que por poco no le
ampollaron la lengua, huyendo de sus propias huellas de agua en las esteras
desgreñadas del piso, y fue como beberse el filtro de la resurrección. Pero no
dijo una palabra mientras no sonaron las cinco en la torre de la catedral
vecina.
«Sábado 8 de mayo del año de treinta, día en que los ingleses flecharon a
Juana de Arco», anunció el mayordomo. «Está lloviendodesde las tres de la
madrugada».
«Desde las tres de la madrugada del siglo diecisiete», dijo el general con la
voz todavía perturbada por el aliento acre del insomnio. Y agregó en serio: «No oí
los gallos».
«Aquí no hay gallos», dijo José Palacios.
«No hay nada», dijo el general. «Es tierra de infieles».
Pues estaban en Santa Fe de Bogotá, a dos mil seiscientos metros sobre el
nivel del marremoto, y la enorme alcoba de paredes áridas, expuesta a los
vientos helados que se filtraban por las ventanas mal ceñidas, no era la más
propicia para la salud de nadie. José Palacios puso la bacía de espuma en el
mármol del tocador, y el estuche de terciopelo rojo con los instrumentos de
afeitarse, todos de metal dorado. Puso la palmatoria con la vela en una repisa
cerca del espejo, de modoque el general tuviera bastante luz, y acercó el brasero
para que se le calentaran los pies. Después le dio unas antiparras de cristales
cuadrados con una armazón de plata fina, que llevaba siempre para él en el
bolsillo del chaleco. El general se las puso y se afeitó gobernando la navaja con
igual destreza de la mano izquierda como de la derecha, pues era ambidiestro natural, y con un...
Regístrate para leer el documento completo.