El Hombre Que Amo A Las Nereidas
EL HOMBRE QUE AMO A LAS NEREIDAS
Estaba de pie, descalzo entre el polvo, el calor y los hedores del puerto, bajo el deteriorado toldo
de un café donde unos cuantos clientes se habían desplomado en las sillas con la vana esperanza
de protegerse del sol. Los pantalones, viejos y rojizos, apenas le llegaban a los tobillos y el
huesecillo puntiagudo, la arista del talón, las plantas largas y llenas de callosidades y escoriaduras,
los dedos flexibles y táctiles, pertenecían a esa raza de pies inteligentes, acostumbrados al
contacto del aire y del sol endurecidos por las asperezas de las piedras, que aún conservan en los
países mediterráneos algo de la libre soltura del hombre desnudo en el hombre vestido. Pies
ágiles, tan diferentes de los torpes soportes encerrados en los zapatos del norte... El azul desvaído
de su camisa armonizaba con las tonalidades del cielo desteñido por la luz del verano; sus
hombros y omoplatos se vislumbraban por los rotos de la tela como descarnadas rocas; tenía las
orejas un poco alargadas y encuadraban oblicuamente su rostro a la manera de las asas de un
ánfora; incontestables rastros de belleza veíanse todavía en su rostro macilento y ausente, como el
aflorar, en un terreno ingrato, de una antigua estatua rota. Sus ojos de animal enfermo se
escondían sin desconfianza tras unas pestañas tan largas como las que orlan los párpados de las
mulas; llevaba la mano derecha continuamente tendida, con el ademán obstinado e importuno de
los ídolos arcaicos que hay en los museos y que parecen reclamar a los 20 visitantes la limosna de
su admiración, y unos balidos desarticulados se escapaban de su boca abierta de par en par, que
dejaba ver unos dientes espléndidos. — ¿Es sordomudo? —Sordo no es. Jean Demetriadis, el propietario de las grandes fábricas de jabón de la isla, aprovechó un momento de desatención, en
que la mirada vaga del idiota se perdía del larlo del mar, para dejar caer una dracma en las lisas
baldosas. El ligero tintineo, medio ahogado por la fina capa de arena, no se perdió para el
mendigo, quien recogió ávidamente la monedita de blanco metal y volvió de inmediato a su postura
contemplativa y quejumbrosa, como una gaviota a orillas del muelle. —No está sordo —repitió Jean
Demetriadis dejando ante él la taza medio llena de untuosos posos negros—. La palabra y el
entendimiento le fueron arrebatados en tales condiciones que, en algunas ocasiones, hasta llego a
envidiarle; yo, que soy un hombre razonable y rico, pues no encuentro a menudo en mi camino
más que aburrimiento y vacío. Ese Panegyotis (así se llama) se quedó mudo a los dieciocho años
por haber tropezado con las Nereidas desnudas. Una sonrisa tímida se dibujó en los labios de
Panegyotis, que había oído pronunciar su nombre. No parecía entender el sentido de las palabras
que decía aquel hombre tan importante, en quien él reconocía vagamente a un protector, pero el
tono, ya que no las palabras mismas, le llegaba. Contento de saber que hablaban de él y pensando
que tal vez convendría esperar de nuevo una limosna, avanzó la mano imperceptiblemente, con el
movimiento temeroso de un perro que roza con la pata la rodilla de su amo para que no se olvide
de darle de comer. —Es hijo de uno de los campesinos más acomodados de mi pueblo —prosiguió
Jean Demetriadis—, y por excepción entre nosotros, estas gentes son ricas de verdad. Sus padres
poseen tantos campos que no saben qué hacer con ellos, una buena casa de piedra sillar, un
vergel con diversas variedades de árboles frutales y un huerto con verduras, un despertador en la
cocina, una ...
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