El mierdos
La Viuda Alegre. Otra puerta: La Siesta De Un Fauno. Una tercera: Bésame Otra
Vez. Dobló en uncorredor. La Danza De Las Espadas lo sepultó bajo címbalos,
tambores, ollas, sartenes, cuchillos, tenedores, un trueno y un relámpago de
estaño. Todo quedó atrás cuando llegó a una antesala dondeuna secretaria estaba
hermosamente aturdida por la Quinta de Beethoven. Pasó ante los ojos de la
muchacha como una mano; ella no lo vio.
La radio pulsera zumbó.
— ¿Si?
— Es Lee, papá. Noolvides mi regalo.
— Sí, hijo, sí. Estoy ocupado.
— No quería que te olvidases, papá -dijo la radio pulsera.
Romeo y Julieta de Tchaikovsky cayó en enjambres sobre la voz y se alejó por loslargos pasillos.
El psiquiatra caminó en la colmena de oficinas, en la cruzada polinización de los
temas. Stravinsky unido a Bach, Haydn rechazando infructuosamente a
Rachmaninoff, Schubert golpeadopor Duke Ellington. El psiquiatra saludó con la
cabeza a las canturreantes secretarias y a los silbadores médicos que iban a iniciar
el trabajo de la mañana. Llegó a su oficina, corrigió unospocos textos con su
lapicera, que cantó entre dientes, luego telefoneó otra vez al capitán de policía del
piso superior. Unos pocos minutos más tarde, parpadeó una luz roja, y una voz dijo
desde elcielo raso:
— El prisionero en la cámara de entrevistas numero nueve.
Abrió la puerta de la cámara, entró, y oyó que la cerradura se cerraba a sus
espaldas.
— Váyase -dijo el prisionero,sonriendo.
La sonrisa sobresaltó al psiquiatra. Una sonrisa soleada y agradable, que iluminaba
brillantemente el cuarto. El alba entre lomas oscuras. El mediodía a medianoche,
aquella sonrisa. Losojos azules chispearon serenamente sobre aquella confiada
exhibición de dientes.
— Estoy aqui para ayudarlo -dijo el psiquiatra frunciendo el ceño.
Había algo raro en el cuarto. El médico había...
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