El sabor de la muerte
Por Juan Villoro
El terremoto de 8.8 que devastó Chile el 27 de febrero fue tan potente
que modificó el eje de rotación de la tierra. El día se redujo en 1.26
microsegundos.
Desde la Estación Espacial Internacional el astronauta japonés Soichi
Noguchi fotografió la tragedia y mandó un mensaje: “Rezamos por
ustedes”.
Los mexicanos tenemos un sismógrafo en el alma,al menos los que
sobrevivimos al terremoto de 1985 en el DF. Si una lámpara se mueve,
nos refugiamos en el quicio de una puerta. Esta intuición sirvió de poco
el 27 de febrero. A las 3:34 de la madrugada, una sacudida me despertó
en Santiago. Dormía en un séptimo piso; traté de ponerme en pie y caí
al suelo. Fue ahí donde desperté. Hasta ese momento creía que me
encontraba en mi casa yquería ir al cuarto de mi hija. Sentí alivio al
recordar que ella estaba lejos.
Durante dos minutos eternos el temblor tiró botellas, libros y la
televisión. El edificio se cimbró y pude oír las grietas en las paredes.
Pensé que nos desplomaríamos. Alguien gritó el nombre de su pareja
ausente y buscó una mano invisible en los pliegues de la sábana. Otros
hablaron a sus casas para contar segundo asegundo lo que estaba
pasando. Imaginé el dolor que causaría esa noticia, pero también que
mi familia dormía, con felicidad merecida. Me iba del mundo en una
cama que no era la mía, pero ellos estaban a salvo. La angustia y la
calma me parecieron lo mismo. Algo cayó del techo y sentí en la boca un
regusto acre. Era polvo, el sabor de la muerte.
Mientras más duraba el temblor, menosoportunidades teníamos de
salir de ahí. Los muebles se cubrieron de yeso. Una naranja rodó como
animada por energía propia.
Cuando el movimiento cesó, sobrevino una sensación de irrealidad. Me
puse de pie, con el mareo de un marinero en tierra. No era normal estar
vivo. El alma no regresaba al cuerpo.
Los gritos que el edificio había sofocado con sus crujidos se volvieron
audibles. Abrí la puerta yvi una nube espesa. Pensé que se trataba de
humo y que el edificio se incendiaba. Era polvo. Sentí un ardor en la
garganta.
Volví al cuarto, abrí la caja fuerte donde estaban mis documentos, tomé
mi computador y perdí un tiempo precioso atándome los zapatos con
doble nudo. Los obsesivos morimos así.
En la escalera se compartían exclamaciones de asombro y espanto. Ya
abajo, una conductatribal nos hizo reunirnos por países. Los
mexicanos repasamos cataclismos y supusimos que la ciudad estaría
devastada. La acera de enfrente era un bloque de sombras, escuchamos
ladridos distantes, los coches de los trasnochadores tocaban el claxon,
había cristales en el suelo, pero la fachada de nuestro edificio
permanecía intacta.
En la explanada frente al hotel, se alzaba la réplica de unaestatua de la
Isla de Pascua. Era la efigie de un moái, jerarca que durante su
mandato habrá visto maremotos. Se convirtió en nuestra figura tutelar.
Supimos esto cuando se fue la luz y dejamos de verlo. Por suerte, el
apagón duró poco. La piedra donde los ojos parecen hechos por el
tiempo regresó de las sombras. No estábamos solos.
Otra señal de tranquilidad vino del reino animal. Un perrose echó a
dormir en medio de nosotros. Mientras no despertara, todo estaría bien.
Alguien quiso regresar al edificio por sus “pantalones de la suerte”. La
superstición era la ciencia del momento. Nuestras ideas, si se les podía
llamar así, no seguían un curso común. El editor Daniel Goldin, que
estaba en muletas por un accidente previo, me propuso recorrer el
edificio para ver si había dañosestructurales. “¡Tú estás cojo y yo soy
tonto!”, exclamé. De nada servía que buscáramos lo que no podíamos
encontrar, como un ciego y un sordo dibujados por Goya.
Poco a poco, la realidad recuperó nitidez. Me sorprendió que tanta gente
usara piyama. Pensaba que se trataba de una prenda en desuso. Un
grupo de voluntarios volvimos al hotel por pantuflas. No podíamos
revisar la estructura,...
Regístrate para leer el documento completo.