El sol había caído ya cuando el hombre
canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó
pesadamente la cabeza: se sentíamejor. La pierna le dolía apenas, la
sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y
aunque notenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del
rocio para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría
en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con éluna somnolencia llena de recuerdos. No
sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su
compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex-patrón
místerDougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de
oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, yaentenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura
crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una
pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio haciael Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando
a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que
iba en ella se sentíacada vez mejor, y pensaba entretanto en el
tiempo justo que había pasado sin ver a su ex-patrón Dougald. ¿Tres
años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ochomeses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la
respiración también...
Al recibidor de maderas de míster Dougald, LorenzoCubilla, lo había
conocido en Puerto Deseado, un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o
jueves...
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
--Un jueves...
Y cesó de respirar.
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