EL SUPLICIO DE SAN ANTONIO
B. Traven
Al hacer la cuenta de sus ahorros, Cecilio Ortiz, minero indígena, se encontró con que
ya tenía el dinero suficiente para comprarse el reloj que tanto ambicionara desde el
día en que el tendero del pueblo le explicara las grandes cosas que un reloj hace y lo
que representa en la vida de un hombre decente, pues, además, no era posible
considerar como tales a quienes carecen de uno.
El reloj que Cecilio compró era de níquel y muy fino, de acuerdo con la opinión de
quienes lo habían visto. Su mayor atractivo consistía en que podían leerse las
veinticuatro horas en vez de doce, lo que, según sus compañeros de trabajo,
representaba una gran ventaja, cuando era necesario viajar en ferrocarril.
Naturalmente él se sentía orgullosísimo en posesión de semejante objeto.
Era el único de todos los hombres de su cuadrilla que llevaba su reloj al trabajo en la
mina, por lo que llegó a considerarse como persona de mucha importancia, pues no
sólo sus compañeros, sino el capataz y hasta los de otras cuadrillas, le preguntaban con frecuencia la hora. Debiendo a su reloj la alta estimación que le profesaban sus
compañeros, lo trataba con el mismo cuidado con el que suele tratar un subteniente
sus medallas.
Mas una tarde descubrió con horror que su reloj había desaparecido. No podía precisar
si lo había perdido durante las horas de trabajo, o en el camino cuando se dirigía a la
mina, porque justamente aquel día nadie le había preguntado la hora sino hasta el
momento en que él se percatara de la pérdida. Nadie en el pueblo, ni uno sólo de los
mineros, se habría atrevido a usarlo, a mostrarlo a alguien, a venderlo o a empeñarlo;
por esto le parecía improbable que se lo hubieran robado. Cecilio, hombre listo como era, había hecho que el relojero grabara su nombre en la tapa del reloj. El grabado le
había costado dos pesos cincuenta centavos, considerados como buena inversión por
Cecilio. El relojero, que en su pueblo natal había sido herrero, había estado
enteramente de acuerdo con la idea de que ninguna protección mejor para evitar el
robo de un reloj que aquella de grabar profundamente y con letras bien gruesas el
nombre de su propietario sobre la tapa. Y el herrero había llevado a cabo tan a
conciencia su trabajo, que si alguien hubiera pretendido borrar el nombre habría
tenido que destruir toda la caja.
Sin embargo, Cecilio no había quedado enteramente satisfecho con aquella precaución
y había llevado el reloj a la iglesia para que el señor cura lo bendijera, por cuyo trabajo había pagado un tostón. Había abrigado la esperanza de que, protegido de aquella
manera, el reloj permanecería en su poder hasta el último día de su vida. Y para su
pena, se encontraba con que, el reloj había desaparecido.
Durante horas enteras buscó por todos los rincones de la mina en que había
desarrollado su jornada, pero el reloj no apareció. Nada podría hacerse hasta el domingo, cuando, con ayuda de la iglesia y muy
particularmente de los santos, arreglaría el asunto. Como todos los indios de su raza,
tenía una idea primitiva sobre la religión y sus virtudes. Confió el asunto a la dueña de
la fonda donde tomaba sus alimentos, y ésta le aconsejó visitar a San Antonio, quien no sólo arreglaba los asuntos de los novios, sino que solucionaba prácticamente todos
los problemas de sus fieles devotos.
El pueblecito más cercano estaba situado a unos cinco kilómetros de distancia, así es
que el domingo, a primera hora, Cecilio se encaminó hacia allá para exponerle su
desventura a San Antonio. Entró en la iglesia y, después de persignarse ante el altar ...
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