el volcan
En el ángulo que daba para lacalle de la Mariscala y el callejón de la Condesa, estaban los elegantes salones y la biblioteca de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística.
En el salón principal y derredor de una mesade caoba con elegante carpeta, sentábase el maestro Ignacio Manuel Altamirano con algunos de sus discípulos, y entre ellos Justo Sierra, Jorge Hammeken y yo, a redactar el periódico La Tribuna, en elque todos poníamos los cinco sentidos para que fuese cada número digno de la cultura de los redactores y del buen nombre de su director.
Altamirano, como es sabido, era indio puro, se habíaformado por sí mismo, y con el orgullo de su raza refería las amarguras de su infancia, cuando en su pueblo natal asistía descalzo a la escuela, en que se sentaban de un lado niños de razón, blancos ehijos de ricos hacendados, y del otro los indígenas, casi desnudos y en su totalidad muy pobres.
Cierta noche, después de que Altamirano nos había encantado con una conversación amena, entró deimproviso en la sala un caballero, indio también, elegantemente vestido, con levita negra cruzada, llevando en su mano el sombrero de copa y en la otra un bastón de caña de Indias, con un puño de oro. –¿No ha venido el señor Manuel Payno? –preguntó atentamente.
–No, señor –le respondí–, pero creo que vendrá más tarde y puede usted, si quiere, esperarlo.
–Muy bien –contestó elcaballero, e iba a sentarse en uno de los magníficos sillones que allí había, cuando Altamirano, dirigiéndole una mirada terrible, le dijo:
–Vaya usted a esperarlo en el corredor, porque en esos...
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