En la estera de Makaloa
Era aquéllauna noble estampa, noble como el añoso árbol de hau del tamaño de una casa bajo el que estaba sentada como al abrigo de un techo, tan espaciosa y confortable era la sombra que proporcionaba, noble como la pradera de espeso césped, valorado en doscientos dólares el pie cuadrado, que se extendía hacia tierra adentro hasta un edificio igualmente digno, noble y caro. En dirección opuesta, asomandoentre las ramas de una guirnalda de cocoteros de cien pies de altura, brillaba el océano, que de azul se convertía en índigo conforme avanzaba hacia el horizonte y, dentro del arrecife, adquiría las tonalidades sedosas de la gama del jade, la turmalina y elverde.
Era aquélla una de las seis casas que pertenecían a Martha Scandwell. La de la ciudad, situada a pocas millas de allí, en laavenida Nuanu, de Honolulú, entre la primera y la segunda cascadas, era un auténtico palacio. Ejércitos de invitados habían conocido el confort y la alegría de la mansión de Tantalus, de la quinta que poseía junto al volcán, de su mauka (casa de tierra adentro) y de su makai (casa junto al mar), todas ellas en la isla de Hawài. Pero esta residencia de Waikiki no les quedaba a la zaga en cuanto abelleza, dignidad y lujo.
Dos jardineros japoneses recortaban los hibiscos mientras un tercero retocaba con mano experta el seto de pitahayas que pronto desplegaría su misterioso florecer nocturno. Un camarero, también japonés, enfundado en un elegante traje de dril blanco, se acercaba desde la casa cargado con el servicio de té seguido por una doncella de su mismo origen, linda como unamariposa con la gracia que le proporcionaba el atuendo típico de su raza y como la mariposa vibrante en su afán de atender a la señora. Otra doncella, también japonesa, cruzaba la pradera con una brazada de toallas de gruesa felpa en dirección a las cabinas de donde empezaban a salir los niños vestidos con sus trajes de baño. Más lejos, al borde del agua y bajo los cocoteros, dos niñeras chinas con suingenuo atavío de yeeshon blanco y pantalón de corte recto, trenzado el cabello a la espalda, atendían a un niño en su cochecillo.
Todos ellos ––criados, niñeras y niños–– pertenecían a Martha Scandwell. Exacto era el color de la piel de sus seis nietos, ese tono inconfundiblemente hawaiano producto de la continua exposición al fuerte sol de las islas. Eran un octavo y un dieciseisavohawaianos, es decir, que siete octavos o quince dieciseisavos de sangre blanca informaban su piel sin borrar por completo el bronce dorado de la Polinesia. Pero también en este caso, sólo un observador experto habría logrado adivinar que aquellos chiquillos no eran totalmente blancos. Tanto su abuelo como su abuela eran de casta. Roscoe descendía directamente de puritanos de Nueva Inglaterra,mientras que Martha procedía, de forma no menos directa, de aquellos reyes de Hawai cuyas genealogías se cantaban mil años antes de que llegase a aquellas islas la lengua escrita.
En la distancia se detuvo un vehículo del que bajó una mujer que aparentaba como máximo unos sesenta años y que atravesó la pradera con la agilidad de una hembra de cuarenta bien llevados cuando en realidad contaba...
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