Pocas cosas son tan sencillas como idealizar un vago movimiento romántico, de indefinidos objetivos utópicos, que produce básicamente lemas pseudosituacionistas y una eficaz autogestión de la nada. Esta facilidad edulcorante se manifiesta sobre todo en la rapidez con la que la mayor parte de los intelectuales tendenciosos de izquierdas —periodistas, escritores, académicos, pensadores y todosaquellos comentaristas que se obstinan en verse como irreductibles outsiders aunque se encuentren perfectamente integrados en el sistema— quedan inmediatamente seducidos y desarmados ante la irrupción de unos jóvenes airados en el dogmático y esclerotizado panorama político nacional, rendidos con entusiasmo al hechizo de la buena voluntad insurrecta en lugar de preguntarse fríamente a qué inéditofenómeno se están enfrentando. Con candoroso optimismo e inexplicable precipitación, estos doctos jueces de la actualidad creen hallarse ante un movimiento postmoderno adecuado a estos tiempos ligeros, fragmentarios y flexibles, un nuevo fenómeno político sin los viejos y pesados tics revolucionarios de antaño, un amable e inofensivo pastiche multicolor que puede ser defendido sin peligro, a la vez queel defensor se presenta ante su audiencia como un pensador moderno y enterado que puede dárselas de haber penetrado mejor que sus rancios colegas en la esencia de la cosa y de ser capaz de olfatear con sus finas narices el sutil espíritu del tiempo. Esto es lo que ocurre cuando se confunde alegremente la vacuidad con la flexibilidad, el batiburrillo con la pluralidad, el simplismo populista conla autenticidad multitudinaria, la estéril inmadurez política con el utopismo de nueva generación, pues lo que se pretende tan a la última deviene, en el mejor de los casos y tras una reflexión desprejuiciada, la aplicación glamourosa de las nuevas tecnologías de la comunicación al viejo y sensiblero socialismo utópico y, en el peor de los supuestos, una absurda cooperación por la cooperación deunos anónimos desnortados que se sienten con derecho a todo por su condición doliente.
Aunque la aparición de los ridículamente llamados “indignados” choque con el rechazo visceral de los analistas más retrógrados, temerosos de toda alteración incontrolada del orden público, o se tope con la desaprobación y la condena de las plumas separatistas, molestas por la escasa pasión con que se defiendensus momificadas reclamaciones patrióticas, mientras que sólo algunas aisladas voces independientes les critican debidamente desde puntos de vista despojados de lastres mezquinos e intereses sectarios, lo cierto es que hay más racionalidad en estos ataques motivados por aversiones irracionales y rencores ideológicos que en las bochornosas apologías chiripitifláuticas de sus oportunistas apóstoles,las cuales se mueven entre la fe ciega del nostálgico escritor paternalista, que reconoce con orgullo en las quejas de los jóvenes actuales las brisas lejanas de su perdida juventud opositora, y la complicidad pretendidamente reflexiva del acomodado rastreador de tendencias, cuya peor pesadilla consiste en verse desbancado de la vanguardia de las modas dominantes. La que debería ser la preocupaciónprincipal de unos y otros, es decir, el honrado esclarecimiento de la verdad y su divulgación sin miedo a las consecuencias, parece haber cedido a las presiones del corazón y a las conveniencias de la fama. Buena parte del periodismo español, especialmente aquel que exhibe subrayados escrúpulos sociales junto a una incurable mala conciencia burguesa, se ha embarcado en una peligrosa legitimacióninstantánea de estas oscuras sacudidas anónimas de naturaleza ignota y rumbo impredecible, a las que tan sólo aconseja, desde una irrisoria incomprensión benevolente de los procesos masivos, que procuren no derivar en estallidos de violencia incivil ni en programas de destrucción de las instituciones. Por eso ni siquiera sorprende ya, en vista de que los principales poderes informativos han...
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